“Ocho días después, los discípulos se habían reunido de nuevo en una casa, y esta vez Tomás estaba también. Tenían las puertas cerradas, pero Jesús entró, se puso en medio de ellos y los saludó, diciendo: ¡Paz a ustedes! Luego dijo a Tomás: Mete aquí tu dedo, y mira mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado. No seas incrédulo; ¡cree! Tomás entonces exclamó: ¡Mi Señor y mi Dios! Jesús le dijo: ¿Crees porque me has visto? ¡Dichosos los que creen sin haber visto!”
Juan 20,26-29
Juan 20,26-29
Hace una semana celebramos la fiesta de la Pascua, presencia del Cristo resucitado en medio nuestro, presencia que se repite una y otra vez y que se manifiesta de múltiples formas. Aun así, pareciera que necesitamos de señales visibles y palpables para poder creer. El mundo que vivimos, las contingencias que experimentamos, hacen muchas veces que nos cueste experimentar esa realidad proclamada en el día de la Pascua: El Señor ha resucitado. Esto ocurre porque la experiencia pascual en nuestras vidas muchas veces es una experiencia individual y solitaria, cuando, por lo contrario, el resucitado no puede ser visto y reconocido sino en la misma comunidad, allí donde dos o tres se reúnen en su nombre. Creer en Cristo resucitado es, pues, hacer nuestra la expresión de Tomás: Señor mío y Dios mío. Creer que Dios está presente en la historia humana. Que la vida vence a la muerte. Que el Espíritu de Dios obrará la nueva creación. Creer en Cristo resucitado es, también, vivir con alegría y con esperanza la victoria de la vida sobre el pesimismo y la tristeza, superar la angustia del miedo, la enfermedad y la muerte.
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