“La justicia es el orgullo de una nación; el pecado es su vergüenza.” Proverbios 14,34
Francis Nathan Peloubet, clérigo, autor y editor, dijo cierta vez: “Hay un largo escrito de advertencias colocado firmemente en la pared de cada pecador. Por algún tiempo, este escrito puede ser invisible, como la escritura llamada ‘simpática’, que no se puede ver hasta poner el papel en contacto con el fuego o con ciertas substancias químicas; pero ese escrito está grabado en donde los ojos del pecador lo verán algún día, y está allí como una amonestación para el arrepentimiento. Igualmente, las leyes eternas de Dios, y su providencia, son como una mano gigante que escribe el desastre de cada nación que no quiere ser justa. Sería muy bueno que esas naciones pudieran ver el manuscrito y leer con atención lo que allí se dice.” La justicia, sabemos, es uno de los atributos del Reino. Justicia que es producto del amor y hacedora de la paz. Cuando esta no existe es porque el amor se ausenta y, consecuentemente, se ausenta la justicia. Allí es entonces que entra el pecado al mundo, interrumpiendo las plenas relaciones entre los hombres, y, las relaciones de los hombres con Dios. Por eso, toda nación que se precie de ser cristiana debe abogar incansablemente por la consecución de la justicia, teniendo como marco la justicia de Dios cuyo testimonio hallamos en su Palabra. Lo contrario de esto es la injusticia, la vergüenza del pecado, la práctica del desamor. No podemos construir un mundo solidario y justo sin esos gestos de amor que hagan posible una sociedad más humana, más fraterna, fundada en el amor y la misericordia del Dios altísimo.