“Era antes de la fiesta de la Pascua, y Jesús sabía que había llegado la hora de que él dejara este mundo para ir a reunirse con el Padre. Él siempre había amado a los suyos que estaban en el mundo, y así los amó hasta el fin. El diablo ya había metido en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, la idea de traicionar a Jesús. Jesús sabía que había venido de Dios, que iba a volver a Dios y que el Padre le había dado toda autoridad; así que, mientras estaban cenando, se levantó de la mesa, se quitó la capa y se ató una toalla a la cintura. Luego echó agua en una palangana y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba a la cintura. Cuando iba a lavarle los pies a Simón Pedro, éste le dijo: Señor, ¿tú me vas a lavar los pies a mí? Jesús le contestó: Ahora no entiendes lo que estoy haciendo, pero después lo entenderás. Pedro le dijo: ¡Jamás permitiré que me laves los pies! Respondió Jesús: Si no te los lavo, no podrás ser de los míos. Simón Pedro le dijo: ¡Entonces, Señor, no me laves solamente los pies, sino también las manos y la cabeza! Pero Jesús le contestó: El que está recién bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está todo limpio. Y ustedes están limpios, aunque no todos. Dijo: «No están limpios todos», porque sabía quién lo iba a traicionar. Después de lavarles los pies, Jesús volvió a ponerse la capa, se sentó otra vez a la mesa y les dijo: ¿Entienden ustedes lo que les he hecho? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y Señor, les he lavado a ustedes los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Yo les he dado un ejemplo, para que ustedes hagan lo mismo que yo les he hecho. Les aseguro que ningún servidor es más que su señor, y que ningún enviado es más que el que lo envía. Si entienden estas cosas y las ponen en práctica, serán dichosos.” Juan 13,1-17
Hoy celebramos Jueves Santo. Dios viene una vez más a renovar el pacto con nosotros como comunidad, y, con cada uno, con cada una. Un pacto que Dios ofrece a su pueblo santo sin fijarse en la condición de este pueblo. Si alguno de nosotros o de nosotras piensa que para participar de esta celebración, o de una comunidad de fe, o ser parte del pueblo santo, debe ser perfecto estamos en un problema serio. Precisamente porque no soy perfecto puedo decir que soy cristiano, y dejo que Cristo, mi Señor, nuestro Señor, vaya obrando la gracia de Dios transformándome, renovando y restaurando mi vida. No hay ningún mérito en nosotros ni en nosotras, para ser perfectos, para ser salvos, para quedar fuera y libre del pecado. Por el contrario, lo que celebramos en Semana Santa y especialmente el Viernes Santo, es que en esa cruz donde nosotros encontramos salvación que es amor y perdón. Y que es ese Cristo quien muere en esa cruz el que nos da ese amor y ese perdón. El Evangelio de Juan es el único de los cuatro Evangelios que no trae como testimonio la última cena de Jesús con sus discípulos, sino que trae como testimonio el lavado de los pies que Jesús brinda a sus discípulos. Porque es significativo este pan partido y compartido, esta compartida, sangre derramada, es Jesús mismo que se entrega desde la cruz para darnos sanidad, para restaurar nuestras vidas, y, como servicio del amor de Dios a la humanidad. Este que se entrega en la cruz, es aquel cordero sobre el cual desciende el cuchillo cuya sangre limpiara todo nuestro pecado y toda nuestra maldad. Pero no es cualquier cordero. No solo es cordero que se entrega sino que se entrega por un motivo, y el motivo no solo tiene que ver con el compartir si no con el servir. El que sea el primero debe servir a los demás. Ciertamente cuando cualquiera de nosotros participa de una cena o de una comida, intentamos quizás inconscientemente buscar sentarnos en los mejores lugares. Pero quien te dice que el Evangelio no nos invita a quedarnos de pie para el servicio. Y no se está hablando solamente del servicio en una comida, o de un lavado de los pies, si no del servicio comprometido de uno que como testimonio de su fe en Cristo brinda al necesitado, brinda al mundo, así nomás. Y Jesús se inclina a lavar los pies de sus discípulos. Imaginemos estos pies, no muy diferentes a los nuestros. La única diferencia que cabría es que los nuestros están sujetos, apresados, en un calzado; pero también nuestros pies son pies cansados. Cansados quizás si hemos andado y transitado todo el día y tenemos unas medias puestas sean pies sudorosos y olorosos como eran los pies de los discípulos. Luego de haber transitado todo el día por los caminos de la Palestina, me imagino yo esos pies no solo habrán tenido un poco de arena o de tierra o de mugre sino también las cicatrices lógicas de las pisadas. Como tienen nuestros pies y tienen nuestras vidas. También nuestras vidas cargan con las cicatrices que día tras día la vida va poniendo en nuestros cuerpos como señales, señales de ausencia de amor, señales de dolencia, señales de incomprensión, de maldad, de pecado, de muerte. Jesús, el maestro, se inclina a lavar los pies, y el gesto no termina ahí sino que el gesto también es una invitación para que a partir de ahora los discípulos puedan ir por los caminos de Palestina en el mismo compromiso, en el mismo servicio, en el mismo testimonio. Y la invitación del Evangelio de esta noche es clara: si hemos recibido la sanidad de Cristo en nuestras vidas, si Cristo ha limpiado nuestras vidas, no solo nuestros pies, entonces ahora, en señal de amor, en señal de comunión, pan compartido, copa derramada, ahora debemos ir al mundo en el servicio humilde y fraterno de aquel que sin mirar a quien hace el bien. Esa es la invitación del Evangelio en esta noche para este Jueves Santo, para estas Pascuas, para nuestras vidas. El poder compartir el pan, es detenerse en el camino, sentarse junto al hermano a la hermana, a compartir la vida misma. El sentir la copa, vino derramado, sangre derramada sobre mi cuerpo, es rememorar la sangre de este cordero que, de una vez y para siempre, haya en el Gólgota ha sido derramada por mí. El poder inclinarse ante la necesidad de nuestros hermanos y nuestras hermanas, cualquiera fuese esta necesidad, es señal de testimonio y compromiso. Insisto, hacer el bien sin mirar a quien. Poder atreverse a arremangarse y desandar el camino en la necesidad de nuestros hermanos y nuestras hermanas, comprometiéndonos, en esas necesidades, con esta fe que profesamos en este Jesús, Señor, Cristo, dador de vida. Por eso al momento de compartir la cena es bueno pensar en esto, es bueno pensar que no solo estoy recibiendo ese cuerpo de Cristo que es entregado por mí sino que también yo me convierto en un cuerpo a ser entregado por mi hermano. Es bueno pensar que no solo recibo ese vino derramado, sangre que limpia mi pecado, sino que también yo soy capaz de derramar mi sangre, aunque más no sea mi sudor, o mis lágrimas, ante las necesidades de mi hermano. Y es bueno volver al mundo con la consigna, a partir de mañana, de poder atrevernos también nosotros a postrarnos e inclinarnos a limpiar los pies cansados y mugrientos de aquel hermano en su necesidad, cualquiera fuese esta. Que Dios nos bendiga para que en el servicio fraterno de cada día podamos dar testimonio de nuestra fe. Testimonio que creemos que Dios en Cristo se hace presente en nuestras vidas, que ese Cristo levantado en la cruz es señal de vida plena, de restauración de toda herida, que me permite a mí, a su vez, poder brindarme en el amor en el servicio fraterno hacia mi hermano o mi hermana. Cristo es mi Señor, pues bien, hagamos de nosotros un Cristo para el hermano que sufre, ahí, en medio de la necesidad de la vida, en este mundo, cada día. Amén.