viernes, 30 de abril de 2021

Tomar conciencia de las consecuencias

“Así pues, por medio de un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado entró la muerte, y así la muerte pasó a todos porque todos pecaron.” Romanos 5,12

“Cierto día del mes de abril de 1947 en la ciudad de Texas, Estados Unidos de Norte América, ocurrió una violenta explosión, la cual fue considerada como la más grande producida hasta el momento, aparte de las explosiones atómicas que dieron fin a la Segunda Guerra Mundial. Tres barcos que contenían explosivos volaron por los aires, y la población de Texas fue inundada con flameantes desechos que destruyeron casi instantáneamente una fábrica de productos químicos valuada en diecinueve millones de dólares y produjo a su vez cientos de incendios. Hubo 551 muertos, 3.000 heridos graves, y una pérdida de cincuenta millones de dólares por los daños producidos en los edificios. Todos estos perjuicios fueron causados por la desobediencia de un estibador que, violando la prohibición expresa de fumar, fumó, y arrojó la colilla de su cigarrillo sobre alguna cosa inflamable; entonces se produjo un pequeño incendio que se comunicó a los depósitos de municiones, y después vino lo peor... la catástrofe. Todo, por la desobediencia de un solo hombre.” Muchas veces no tomamos plena conciencia que un pequeño acto puede ocasionar en nuestro entorno consecuencias irreversibles. Suele ocurrir que aquello que hacemos no sea hecho adrede o a propósito. Sin embargo, deberíamos prestar especial atención y cuidado a nuestras acciones. Tanto nuestros gestos como nuestras palabras pueden causar un daño que cause tanto dolor que sea imposible de remediar. Que podamos reflexionar precisamente en todo aquello que hacemos para así poder conocer sus consecuencias para con otros. 

viernes, 23 de abril de 2021

Aquello para lo cual Dios me dio vida

“…cuando ya se encontraba cerca de la ciudad de Damasco, una luz que venía del cielo brilló de repente a su alrededor. Saulo cayó al suelo, y oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Saulo preguntó: ¿Quién eres, Señor? La voz le contestó: Yo soy Jesús, el mismo a quien estás persiguiendo. Levántate y entra en la ciudad; allí te dirán lo que debes hacer. …he escogido a ese hombre para que hable de mí a la gente de otras naciones, y a sus reyes, y también a los israelitas” Hechos 9,3-6.15

“Un niño de siete años de edad quería saber para qué había nacido, y se lo preguntó a su papá. El papá le dijo que él y su mamá habían orado pidiendo a Dios un niño. El pequeño no quedó muy satisfecho e hizo otra pregunta: ¿Eso es todo? Entonces el padre explicó lo mejor que pudo a su hijito que Dios tiene un propósito para cada persona y por lo mismo le conserva la vida; y que tal vez Dios quería usarlo de alguna manera. No mucho tiempo después el niño trepó a un árbol y se cayó quedando herido de gravedad. Todas las personas que lo veían creían que no viviría; pero Dios hizo el milagro de conservarle la vida. Cuando el niño se recuperó plenamente, dijo: Papá tú me dijiste que tal vez Dios quería usarme, ¿te acuerdas? El papá contestó: Si, hijito. Y el niño agregó: Tal vez por esto Dios no quiso que yo muriera en este accidente. En seguida, con lágrimas en sus ojos, agregó: Espero poder hacer aquello para lo cual Dios me devolvió la vida.” 

viernes, 16 de abril de 2021

Nuestra roca firme

“Cuando lleguen los días malos, el Señor me dará abrigo en su templo; bajo su sombra me protegerá. ¡Me pondrá a salvo sobre una roca!” Salmo 27,5

Se cuenta que “después de un naufragio en una terrible tempestad, un marino pudo llegar a una pequeña roca y escalarla, y allí permaneció durante muchas horas. Cuando al fin pudo ser rescatado, un amigo suyo le preguntó: ¿No temblabas de espanto por estar tantas horas en tan precaria situación, amigo mío? Si, contestó el náufrago, la verdad es que temblaba mucho; pero... ¡la roca no...! Y esto fue lo que me salvó.” Vivimos tiempos difíciles, tiempos cargados de mucha angustia y mucha incertidumbre. Tiempos donde aquello que creíamos nuestro sustento y seguridad pareciera tambalear. Sin embargo, como hombres y mujeres de fe nos asimos fuertemente de aquel que es nuestra roca y fortaleza: Cristo Jesús, el Resucitado. Hay una canción muy bonita que han cantado por años los cristianos de Kenya y que el pastor Gerardo Oberman adapto y tradujo al castellano. Dice así: “Cristo es la luz de mí ser, roca firme para mi pie, roca firme para mi pie, Cristo es la luz de mí ser. No existe otro lugar donde pueda hoy descansar, en mi angustia, en mi soledad, él me guarda y me da su paz. Solo él me puede librar del pecado y del mal obrar, no hay otro en quien confiar, a Jesús quiero yo adorar. Cuando Dios anuncie el final, su justicia me abrazará y ante el trono de su verdad mi alma, plena, le cantará.” Que podamos seguir confiados en que nuestro Señor Jesucristo será esa roca firme donde se afirmen nuestros pies. Amén. 

viernes, 9 de abril de 2021

Ser como árbol fecundo

“Ese hombre es como un árbol plantado a la orilla de un río, que da su fruto a su tiempo y jamás se marchitan sus hojas.” Salmo 1,3

Cierta vez alguien le puso palabras al sentimiento de un árbol y escribió: “Tú que pasas y levantas contra mí tu brazo, antes de hacerme mal, mira mi bien. Yo soy el calor de tu hogar en las noches frías de invierno. Yo soy la sombra amiga que te protege contra el sol estival. Mis frutos sacian tu hambre y calman tu sed. Yo soy la viga que soporta el techo de tu casa, la cama en que descansas. Yo soy el mango de tus herramientas, la puerta de tu casa. Cuando naces, tengo madera para tu cuna; cuando mueres, en forma de ataúd yo te acompaño al seno de la tierra. Yo soy pan de bondad y flor de belleza. Si me amas, como merezco, defiéndeme contra los insensatos.” La cita bíblica precedente, hablando de la verdadera felicidad, compara al hombre con ese árbol plantado a la orilla de un río, y, en el libro de Números, hablando de Jacob e Israel, se dice: “Parecen largas filas de palmeras, jardines junto a un río, áloes plantados por el Señor, ¡cedros a la orilla del agua!” Nm 24,6. Observando lo que ocurre cada tanto con los incendios intencionales, no queda menos que decir: ¡qué poco valor le damos a la naturaleza que nos rodea y nos cobija! ¡Como menospreciamos lo que tenemos! Si pudiéramos entender que somos como ese árbol enraizado en tierra, quizás alcanzaríamos a comprender la magnitud de nuestros hechos. ¡Que podamos ser buenos huéspedes de la casa que habitamos!

jueves, 1 de abril de 2021

Domingo de Pascua

“El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro muy temprano, cuando todavía estaba oscuro; y vio quitada la piedra que tapaba la entrada. Entonces se fue corriendo a donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, aquel a quien Jesús quería mucho, y les dijo: ¡Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde lo han puesto! Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Los dos iban corriendo juntos; pero el otro corrió más que Pedro y llegó primero al sepulcro. Se agachó a mirar, y vio allí las vendas, pero no entró. Detrás de él llegó Simón Pedro, y entró en el sepulcro. Él también vio allí las vendas; y además vio que la tela que había servido para envolver la cabeza de Jesús no estaba junto a las vendas, sino enrollada y puesta aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio lo que había pasado, y creyó. Pues todavía no habían entendido lo que dice la Escritura, que él tenía que resucitar. Luego, aquellos discípulos regresaron a su casa. María se quedó afuera, junto al sepulcro, llorando. Y llorando como estaba, se agachó para mirar dentro, y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús; uno a la cabecera y otro a los pies. Los ángeles le preguntaron: Mujer, ¿por qué lloras? Ella les dijo: Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han puesto. Apenas dijo esto, volvió la cara y vio allí a Jesús, pero no sabía que era él. Jesús le preguntó: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el que cuidaba el huerto, le dijo: Señor, si usted se lo ha llevado, dígame dónde lo ha puesto, para que yo vaya a buscarlo. Jesús entonces le dijo: ¡María! Ella se volvió y le dijo en hebreo: ¡Rabuni! (que quiere decir: Maestro). Jesús le dijo: No me retengas, porque todavía no he ido a reunirme con mi Padre. Pero ve y di a mis hermanos que voy a reunirme con el que es mi Padre y Padre de ustedes, mi Dios y Dios de ustedes. Entonces María Magdalena fue y contó a los discípulos que había visto al Señor, y también les contó lo que él le había dicho.” Juan 20,1-18

Hoy celebramos la Pascua de la Resurrección, es decir, el paso de la muerte a la vida. El paso de la esclavitud, en el pecado, hacia la libertad que Dios en Cristo nos ofrece. Hoy celebramos que el poder de la muerte, poder aparente, ha sido vencido en este Jesús el Cristo. Hoy es donde comienza a tomar forma el cumplimiento de la promesa que Dios nos hizo desde el principio mismo de los tiempos. Sin embargo, a pesar de la realidad del testimonio del sepulcro vacío, seguimos dudando de la resurrección de Jesús. Puede ocurrir incluso que, quizás, no dudemos de que Jesús haya resucitado. Pero de allí a creer también, que la resurrección de Jesús es, de alguna manera, anticipo de nuestra propia resurrección, de creer en verdad que el aguijón de la muerte ha sido quitado en Cristo Jesús, allí pareciera ser que nuestras dudas nos invaden inevitablemente. Es que como hombres y mujeres racionales al fin y al cabo, queremos tener pruebas concretas de que realmente lo que se nos cuenta ha sido así. Es aquí donde comienzan las dificultades, junto a nuestras dudas y junto a nuestra pobre fe. Convengamos que siempre ha sido difícil de mostrar de un modo racional y concreto la resurrección de Jesús. Siempre existieron dudas y preguntas, muchas preguntas, con respecto al tema. No solo hoy en día, no solo como hombres y mujeres del Siglo XXI tenemos nuestras dudas. Ya en los textos primitivos, en la comunidad cristiana primitiva, también encontramos dudas parecidas. Y es interesante que la comunidad cristiana primitiva, al menos el testimonio que nos reflejan los Evangelios, no ocultan estas dudas, no ocultan las muchas preguntas que surgieron ante el testimonio del sepulcro vacío. Sin embargo, aún a pesar de estas dudas, aún a pesar de estas muchas preguntas, la comunidad cristiana primitiva supo dar testimonio de que Él ha resucitado. Queridos hermanos y hermanas, ninguno de nosotros ha sido testigo de la tumba vacía. Mucho menos, como el apóstol, hemos visto las mortajas con las cuales han rodeado y cubierto el cuerpo de Nuestro Señor. Nosotros, simples mortales de este siglo, tenemos como testimonio lo que el Evangelio relata. Evangelio que de alguna manera escribe y comienza a dar testimonio, a esta comunidad cristiana primitiva, del acontecimiento glorioso de la Pascua de la Resurrección. Solo por fe y gracias al Espíritu de Dios, que nos mueve a esa fe, nosotros podemos creer en esta mañana en que Jesús el Cristo, Hijo de Dios, ha resucitado venciendo a la muerte. Solo por fe podemos leer los textos evangélicos suponiendo, sabiendo, confiando y creyendo que lo que aquí se dice es verdad. Solo los vientos impetuosos, o no, en los cuales somos llevados por el Espíritu de Dios a través de nuestra vida nos pueden permitir a nosotros creer y dar testimonio de esto que creemos. Por eso la Pascua de la Resurrección es también, de alguna manera, comenzar a abrirse camino en este sendero que Dios va indicando en Cristo en nuestras vidas. Un camino que sabemos, o, al menos, queremos confiar y creer, es un camino que se abre a la vida plena y Vida con mayúscula. Que es un camino que se abre a la reconciliación, al perdón. Un camino que se abre a la misericordia y al amor de Dios en medio nuestro. Quiera Dios bendecirnos en este domingo, Pascua de Resurrección, para que más allá de nuestras dudas, aún a pesar de nuestras pocas o muchas preguntas que podamos tener, también nosotros comencemos a confiar y a creer movidos por el Espíritu Santo hacia la fe en el Cristo resucitado. Y no solo eso, que podamos creer y confiar que realmente Cristo se ha levantado de la muerte, y que, Él, ha sido el primero de una larga lista de testigos que, creyendo en Cristo, han muerto en Cristo para resucitar en Cristo. Que Dios nos bendiga, ahora y siempre. Amén. 

Viernes Santo

“Jesús salió llevando su cruz, para ir al llamado «Lugar de la Calavera» (que en hebreo se llama Gólgota). Allí lo crucificaron, y con él a otros dos, uno a cada lado, quedando Jesús en el medio. Pilato escribió un letrero que decía: «Jesús de Nazaret, Rey de los judíos», y lo mandó poner sobre la cruz. Muchos judíos leyeron aquel letrero, porque el lugar donde crucificaron a Jesús estaba cerca de la ciudad, y el letrero estaba escrito en hebreo, latín y griego. Por eso, los jefes de los sacerdotes judíos dijeron a Pilato: No escribas: “Rey de los judíos”, sino escribe: “El que dice ser Rey de los judíos”. Pero Pilato les contestó: Lo que he escrito, escrito lo dejo. Después que los soldados crucificaron a Jesús, recogieron su ropa y la repartieron en cuatro partes, una para cada soldado. Tomaron también la túnica, pero como era sin costura, tejida de arriba abajo de una sola pieza, los soldados se dijeron unos a otros: No la rompamos, sino echémosla a suertes, a ver a quién le toca. Así se cumplió la Escritura que dice: «Se repartieron entre sí mi ropa, y echaron a suertes mi túnica.» Esto fue lo que hicieron los soldados. Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, y la hermana de su madre, María, esposa de Cleofás, y María Magdalena. Cuando Jesús vio a su madre, y junto a ella al discípulo a quien él quería mucho, dijo a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego le dijo al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Desde entonces, ese discípulo la recibió en su casa. Después de esto, como Jesús sabía que ya todo se había cumplido, y para que se cumpliera la Escritura, dijo: Tengo sed. Había allí un jarro lleno de vino agrio. Empaparon una esponja en el vino, la ataron a una rama de hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús bebió el vino agrio, y dijo: Todo está cumplido. Luego inclinó la cabeza y entregó el espíritu.” Juan 19,17-30

Viernes Santo es el día donde uno puede aseverar que hubo un antes y un después. Viernes Santo es el día donde como cristianos y cristianas debemos reflexionar acerca de nuestra fe, sobre qué es lo que creemos y dejamos de creer, puesta nuestra mirada en una cruz. Pero por lo contrario que pasa habitualmente, esa cruz no es una cruz vacía. En este día esa cruz carga el peso de un hombre. Dos maderos cruzados donde cuelga el cuerpo de alguien que supo transitar el camino de la vida hablándonos de la vida. Hablándonos del misterio del amor de Dios, de la comunión en ese amor. Hablándonos del perdón que en ese amor y en esa comunión en Dios podemos encontrar. Uno puede ponerse a pensar que pecado hubo en este que hoy es colgado en esa cruz, y, podemos contestar sin temor a equivocarnos: ni uno solo. Por el contrario, el carga con el pecado de todos y todas. Y este pecado, la suma de cada uno de los pecados que cada uno carga en su vida, es el que doblega la espalda de este que está siendo colgado en la cruz. Y en esa salvación es donde nosotros podemos encontrar la señal de amor, la señal de misericordia, la señal de perdón que es reconciliación con Dios y con nuestro hermano. Por eso la cruz tiene un eje vertical y horizontal. Porque la cruz en Cristo significa precisamente esa reconciliación. Ante todo con el Dios en el cual confesamos creer como dador de vida, pero ante todo también con nuestro hermano, con nuestra hermana, con quien compartimos esa vida. Con quien compartimos ese dolor, esa angustia, ese desamor, y también, porque no, ese pecado. Y que contradictorio es que en esa cruz, repito, donde el hombre, donde el mundo, ve muerte, nosotros debamos ver vida. Y es vida, como es vida el pan partido que es compartido. Como es vida la copa compartida, sangre derramada como señal de amor y comunión, como señal del perdón de Dios a nuestras vidas. Porque es vida. Como fue vida el agua que pidió de beber la mujer junto al pozo de Jacob: tengo sed. Tengo sed dice Jesús. Y este que es agua de vida, que supo entregar esa agua de vida a esta mujer junto al pozo, tuvo sed en el momento más cruento de su vida. Pero claro está, uno puede ver la cruz levantada en lo alto con indiferencia, como vemos tantas cruces a lo largo de nuestras vidas cada vez que acompañamos una sepultura. O uno puede ver realmente por fe esa cruz como señal de amor y de perdón. Porque de eso al fin y al cabo se trata todo el misterio del Viernes Santo: la conjunción del significado de lo que es el Evangelio de Jesús como buena noticia al mundo y buena noticia para cada uno y cada una. Somos pecadores, pues bien, ¿reconocemos nuestro pecado? Si reconocemos nuestro pecado, nos reconocemos faltos de amor en nuestra relación con Dios y con nuestro prójimo. Si reconocemos nuestro pecado, podemos reconocer nuestra sed y nuestra necesidad de que esa sed sea saciada. ¿Y quién es el manantial de vida que sacia nuestra sed? Este Jesús, en esa cruz. Entonces si reconocemos nuestro pecado y sabemos que es este Jesús quien puede limpiar nuestras vidas, restituirlas y restaurarnos nuevamente, ¿qué es lo que debemos hacer? Igual que la mujer junto al pozo de Jacob: pedir que ese manantial sea derramado en nuestras vidas. No basta con reconocer que hemos pecado. No basta con reconocer que hemos roto nuestra relación con Dios y con nuestro hermano, nuestra hermana. Una vez hecho esto tenemos que dar ese otro paso, mirar la cruz; como el pueblo en el desierto miro la serpiente levantada en lo alto, para que, el que la vea, sea salvo. ¿Reconocemos nuestro pecado?, entonces elevemos la mirada hacia esa cruz de donde emana el perdón, el amor de Dios. Pero no termina ahí tampoco todo, porque esa cruz no es solo señal de amor y de perdón sino señal de muerte que, vaya paradoja, da paso a la vida. Porque uno debe morir a tantas cosas en esta vida. Uno debe morir a su orgullo, a su soberbia, cierto es a su propio pecado, a su propia maledicencia, a todo aquello que nos separa de Dios, de la comunión con nuestros hermanos y hermanas. Uno debe morir y dejar todo eso detrás para poder vivir junto a Cristo en esa cruz. Para que realmente esa cruz tenga sentido en nuestras vidas como señal de vida, valga la redundancia. ¿Estamos dispuestos a morir a todas esas zonas oscuras que cada uno tiene en su corazón y en su vida? Pues si estamos dispuestos a morir, entonces la invitación de este Viernes Santo es volver la mirada hacia esa cruz para allí, en ese Cristo, en ese hombre allí colgado poder recibir la sanidad que toda vida necesita. Queridos hermanos y queridas hermanas, Viernes Santo es el día donde se pone en juego con toda la profundidad y toda la hondura, que uno puede poner en juego las cosas en su vida, nuestra fe en Dios. ¿Somos hombres y mujeres de fe? ¿Somos hombres y mujeres que depositamos nuestra fe y nuestra confianza en Dios? ¿Somos hombre y mujeres que creemos en el amor y el perdón de Dios? ¿Somos hombres y mujeres pecadores, al fin y al cabo, necesitados de ese perdón y ese amor? Entonces la invitación es volver la mirada hacia la cruz. Allí en lo alto pende un cuerpo. Un cuerpo que es partido, que es quebrado. Un cuerpo que se ofrece generosamente. Sangre derramada para limpiar nuestras faltas, para limpiar nuestras vidas. Que Dios nos bendiga para que cada uno de nosotros y de nosotras podamos dar ese paso hacia la cruz. No por nada la cruz ofrece los brazos abiertos de aquel que supo abrazarnos generosamente tanto tiempo. Amén.   

Jueves Santo

“Era antes de la fiesta de la Pascua, y Jesús sabía que había llegado la hora de que él dejara este mundo para ir a reunirse con el Padre. Él siempre había amado a los suyos que estaban en el mundo, y así los amó hasta el fin. El diablo ya había metido en el corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, la idea de traicionar a Jesús. Jesús sabía que había venido de Dios, que iba a volver a Dios y que el Padre le había dado toda autoridad; así que, mientras estaban cenando, se levantó de la mesa, se quitó la capa y se ató una toalla a la cintura. Luego echó agua en una palangana y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba a la cintura. Cuando iba a lavarle los pies a Simón Pedro, éste le dijo: Señor, ¿tú me vas a lavar los pies a mí? Jesús le contestó: Ahora no entiendes lo que estoy haciendo, pero después lo entenderás. Pedro le dijo: ¡Jamás permitiré que me laves los pies! Respondió Jesús: Si no te los lavo, no podrás ser de los míos. Simón Pedro le dijo: ¡Entonces, Señor, no me laves solamente los pies, sino también las manos y la cabeza! Pero Jesús le contestó: El que está recién bañado no necesita lavarse más que los pies, porque está todo limpio. Y ustedes están limpios, aunque no todos. Dijo: «No están limpios todos», porque sabía quién lo iba a traicionar. Después de lavarles los pies, Jesús volvió a ponerse la capa, se sentó otra vez a la mesa y les dijo: ¿Entienden ustedes lo que les he hecho? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y Señor, les he lavado a ustedes los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Yo les he dado un ejemplo, para que ustedes hagan lo mismo que yo les he hecho. Les aseguro que ningún servidor es más que su señor, y que ningún enviado es más que el que lo envía. Si entienden estas cosas y las ponen en práctica, serán dichosos.” Juan 13,1-17

Hoy celebramos Jueves Santo. Dios viene una vez más a renovar el pacto con nosotros como comunidad, y, con cada uno, con cada una. Un pacto que Dios ofrece a su pueblo santo sin fijarse en la condición de este pueblo. Si alguno de nosotros o de nosotras piensa que para participar de esta celebración, o de una comunidad de fe, o ser parte del pueblo santo, debe ser perfecto estamos en un problema serio. Precisamente porque no soy perfecto puedo decir que soy cristiano, y dejo que Cristo, mi Señor, nuestro Señor, vaya obrando la gracia de Dios transformándome, renovando y restaurando mi vida. No hay ningún mérito en nosotros ni en nosotras, para ser perfectos, para ser salvos, para quedar fuera y libre del pecado. Por el contrario, lo que celebramos en Semana Santa y especialmente el Viernes Santo, es que en esa cruz donde nosotros encontramos salvación que es amor y perdón. Y que es ese Cristo quien muere en esa cruz el que nos da ese amor y ese perdón. El Evangelio de Juan es el único de los cuatro Evangelios que no trae como testimonio la última cena de Jesús con sus discípulos,  sino que trae como testimonio el lavado de los pies que Jesús brinda a sus discípulos. Porque es significativo este pan partido y compartido, esta compartida, sangre derramada, es Jesús mismo que se entrega desde la cruz para darnos sanidad, para restaurar nuestras vidas, y, como servicio del amor de Dios a la humanidad. Este que se entrega en la cruz, es aquel cordero sobre el cual desciende el cuchillo cuya sangre limpiara todo nuestro pecado y toda nuestra maldad. Pero no es cualquier cordero. No solo es cordero que se entrega sino que se entrega por un motivo, y el motivo no solo tiene que ver con el compartir si no con el servir. El que sea el primero debe servir a los demás. Ciertamente cuando cualquiera de nosotros participa de una cena o  de una comida, intentamos quizás inconscientemente buscar sentarnos en los mejores lugares. Pero quien te dice que el Evangelio no nos invita a quedarnos de pie para el servicio. Y no se está hablando solamente del servicio en una comida, o de un lavado de los pies, si no del servicio comprometido de uno que como testimonio de su fe en Cristo brinda al necesitado, brinda al mundo, así nomás. Y Jesús se inclina a lavar los pies de sus discípulos. Imaginemos estos pies, no muy diferentes a los nuestros. La única diferencia que cabría es que los nuestros están sujetos, apresados, en un calzado; pero también nuestros pies son pies cansados. Cansados quizás si hemos andado y transitado todo el día y tenemos unas medias puestas sean pies sudorosos y olorosos como eran los pies de los discípulos. Luego de haber transitado todo el día por los caminos de la Palestina, me imagino yo esos pies no solo habrán tenido un poco de arena o de tierra o de mugre sino también las cicatrices lógicas de las pisadas. Como tienen nuestros pies y tienen nuestras vidas. También nuestras vidas cargan con las cicatrices que día tras día la vida va poniendo en nuestros cuerpos como señales, señales de ausencia de amor, señales de dolencia, señales de incomprensión, de maldad, de pecado, de muerte. Jesús, el maestro, se inclina a lavar los pies, y el gesto no termina ahí sino que el gesto también es una invitación para que a partir de ahora los discípulos puedan ir por los caminos de Palestina en el mismo compromiso, en el mismo servicio, en el mismo testimonio. Y la invitación del Evangelio de esta noche es clara: si hemos recibido la sanidad de Cristo en nuestras vidas, si Cristo ha limpiado nuestras vidas, no solo nuestros pies, entonces ahora, en señal de amor, en señal de comunión, pan compartido, copa derramada, ahora debemos ir al mundo en el servicio humilde y fraterno de aquel que sin mirar a quien hace el bien. Esa es la invitación del Evangelio en esta noche para este Jueves Santo, para estas Pascuas, para nuestras vidas. El poder compartir el pan, es detenerse en el camino, sentarse junto al hermano a la hermana, a compartir la vida misma. El sentir la copa, vino derramado, sangre derramada sobre mi cuerpo, es rememorar la sangre de este cordero que, de una vez y para siempre, haya en el Gólgota ha sido derramada por mí. El poder inclinarse ante la necesidad de nuestros hermanos y nuestras hermanas, cualquiera fuese esta necesidad, es señal de testimonio y compromiso. Insisto, hacer el bien sin mirar a quien. Poder atreverse a arremangarse y desandar el camino en la necesidad de nuestros hermanos y nuestras hermanas, comprometiéndonos, en esas necesidades, con esta fe que profesamos en este Jesús, Señor, Cristo, dador de vida. Por eso al momento de compartir la cena es bueno pensar en esto, es bueno pensar que no solo estoy recibiendo ese cuerpo de Cristo que es entregado por mí sino que también yo me convierto en un cuerpo a ser entregado por mi hermano. Es bueno pensar que no solo recibo ese vino derramado, sangre que limpia mi pecado, sino que también yo soy capaz de derramar mi sangre, aunque más no sea mi sudor, o mis lágrimas, ante las necesidades de mi hermano. Y es bueno volver  al mundo con la consigna, a partir de mañana, de poder atrevernos también nosotros a postrarnos e inclinarnos a limpiar los pies cansados y mugrientos de aquel hermano en su necesidad, cualquiera fuese esta. Que Dios nos bendiga para que en el servicio fraterno de cada día podamos dar testimonio de nuestra fe. Testimonio que creemos que Dios en Cristo se hace presente en nuestras vidas, que ese Cristo levantado en la cruz es señal de vida plena, de restauración de toda herida, que me permite a mí, a su vez, poder brindarme en el amor en el servicio fraterno hacia mi hermano o mi hermana. Cristo es mi Señor, pues bien, hagamos de nosotros un Cristo para el hermano que sufre, ahí, en medio de la necesidad de la vida, en este mundo, cada día. Amén.