“Ese hombre es como un árbol plantado a la orilla de un río, que da su fruto a su tiempo y jamás se marchitan sus hojas.” Salmo 1,3
Cierta vez alguien le puso palabras al sentimiento de un árbol y escribió: “Tú que pasas y levantas contra mí tu brazo, antes de hacerme mal, mira mi bien. Yo soy el calor de tu hogar en las noches frías de invierno. Yo soy la sombra amiga que te protege contra el sol estival. Mis frutos sacian tu hambre y calman tu sed. Yo soy la viga que soporta el techo de tu casa, la cama en que descansas. Yo soy el mango de tus herramientas, la puerta de tu casa. Cuando naces, tengo madera para tu cuna; cuando mueres, en forma de ataúd yo te acompaño al seno de la tierra. Yo soy pan de bondad y flor de belleza. Si me amas, como merezco, defiéndeme contra los insensatos.” La cita bíblica precedente, hablando de la verdadera felicidad, compara al hombre con ese árbol plantado a la orilla de un río, y, en el libro de Números, hablando de Jacob e Israel, se dice: “Parecen largas filas de palmeras, jardines junto a un río, áloes plantados por el Señor, ¡cedros a la orilla del agua!” Nm 24,6. Observando lo que ocurre cada tanto con los incendios intencionales, no queda menos que decir: ¡qué poco valor le damos a la naturaleza que nos rodea y nos cobija! ¡Como menospreciamos lo que tenemos! Si pudiéramos entender que somos como ese árbol enraizado en tierra, quizás alcanzaríamos a comprender la magnitud de nuestros hechos. ¡Que podamos ser buenos huéspedes de la casa que habitamos!
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