“Cristo mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre la cruz, para que nosotros muramos al pecado y vivamos una vida de rectitud.”
1 Pedro 2,24
1 Pedro 2,24
Algunas veces me pongo a pensar en esa gran paradoja que significa para el cristiano el creer y confiar que esa cruz, centro de nuestra fe, no es señal de muerte sino por el contrario manifestación de vida. Así es, es sobre esa cruz donde muere nuestro pecado, y nosotros, nosotras, con él, para renacer a la posibilidad de una vida de rectitud. Una vida donde, podamos testimoniar los gestos y las palabras de Cristo. Como leemos en el poema ‘La Cruz’ de Santa Teresa de Jesús: El alma que a Dios está toda rendida, y muy de veras del mundo desasida la cruz le es árbol de vida y de consuelo, y un camino deleitoso para el cielo. El poder vivir una vida de rectitud sólo es posible porque en esa cruz Cristo mismo ha cargado con el peso que significaba a nuestras pobres y miserables vidas el pecado. Es gracias a esa muerte que no sólo morimos al pecado sino que ‘renacemos’ a esa vida que nuestro buen Dios ha dispuesto para nosotros y nosotras. Una vida a través de la cual pueda manifestarse pequeños anticipos del reino que Jesús vino a mostrar. Que gozo y paz trae a nuestros corazones el saber que todo aquello que significa una carga y un peso sobre nuestras espaldas, todo aquello que nos separa de Dios y de nuestro hermano, nuestra hermana, todo aquello que nos impide el seguimiento y una vida en plenitud, todo eso queda crucificado allí con Cristo junto a su cruz.