“…les he enseñado la misma tradición que yo recibí, a saber, que Cristo murió por nuestros pecados… lo sepultaron y resucitó al tercer día…” 1 Corintios 15,3-4
Aquello que anidaba en mí y me separaba de Dios y de mis hermanos y hermanas. Aquello que esclavizaba y sometía mi vida cada día. Aquello que me sujetaba e impedía andar libre el camino junto al otro, junto a la otra. Aquello que doblegaba mi espalda y paralizaba mi cuerpo, que me impedía el encuentro, el afecto, el concreto gesto del abrazo. Aquello que una y otra vez imposibilitaba en mí el compromiso solidario, el apretón de manos, la empatía. Aquello que oprimía mi corazón, amordazaba mi alma, mi conciencia adormecía. Todo aquello ha sido clavado en la cruz. Todo ha muerto, quedado atrás, sepultado. Ha sido vencido. Todo aquello y mucho más. Porque este hombre de nombre Jesús, llamado el Cristo, lo ha hecho posible. Porque presiento, sospecho, finalmente sé que así ha sido. Por el testimonio de aquellos hombres, aquellas mujeres, tengo la certeza de que todo eso que en mí anidaba y suponía una carga ha sido quitado, borrado para siempre. Por el testimonio de este otro pecador llamado Pablo, homónimo de quebrantamiento, constancia y fe, sé que así es. Que lo viejo y caduco ha quedado atrás. Que lo novedoso y fresco se ha abierto paso. Que Cristo, hombre nuevo, ha muerto por mis pecados, restituyendo así lo que era al principio y estaba roto. Que Cristo fue sepultado, sepultando con él todo aquello que en mí pesaba, para levantarse, y levantarme, libre ya de las ataduras del pecado, de la muerte. En ese levantarse, desligarse; en ese resucitar, este alzarse; en este Jesús el Cristo, hijo de Dios, está mi sustento y mi victoria.
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