“Manténganse despiertos y firmes en la fe. Tengan mucho valor y firmeza. Y todo lo que hagan, háganlo con amor.” 1 Corintios 16,13-14
“Un predicador meditaba en su cuarto de estudio, buscando una ilustración sobre el amor. De pronto entró en el cuarto su hijita pequeña, diciendo: Papá, siéntame un poco sobre tus rodillas. No, hijita, no puedo ahora; estoy muy ocupado, contestó el padre. Quisiera sentarme un momento en tus rodillas, súbeme, papá, insistió la pequeña. El padre no pudo negarse a una súplica tan tierna, y tomó a la niña y la subió a sus rodillas, y dijo: Hijita mía, ¿quieres mucho a papá? Sí que te quiero, contestó la niña, te quiero mucho, papá. ¿Cuánto me quiere, pues?, preguntó el padre. La niña colocó sus manecitas en las mejillas de su padre, y apretándolas suavemente, contestó, con afecto: Te quiero con todo mi corazón y con mis dos manos.” Las manos como extensiones del corazón, gesto concreto de la fe hecha acción. Acción de mantenerse despiertos, firmes en la fe, que implica a su vez ver en profundidad aquello que nos rodea e ir al encuentro del otro y de la otra en su necesidad. Tener el valor y la firmeza de trasponer los límites que los poderes de este mundo nos imponen, transmutando la desesperanza y el dolor en consuelo y esperanza. Y hacerlo con amor, con profunda misericordia y solidaridad para quien sufre. Abarcando con nuestras manos y abrazos los muchos corazones de quienes, dolidos, sufren. Comprometidos en la consecución del reino de Dios. Firmes en el testimonio del Jesús resucitado, quien entrega su corazón, y, desde los abiertos brazos de la cruz, nos ama.
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