“Detrás de él llegó Simón Pedro…vio que la tela que había servido para envolver la cabeza de Jesús no estaba junto a las vendas…entró también el otro discípulo…y vio lo que había pasado, y creyó.”
Juan 20,6-8
Juan 20,6-8
Es domingo, casi de madrugada. Las tinieblas de la noche aún nos rodean. Es la oscuridad del desaliento, del dolor, de la angustia. Vamos camino a la tumba. Frente al sepulcro, cuando las tinieblas parecen disiparse, nos detenemos sorprendidos. La piedra ha sido removida. ¡Oh! Terrible desaliento, profunda angustia. Tanta oscuridad en la vida del mundo, en nuestra vida, nos impide comprender el milagro. ¡Ha resucitado! Él es ciertamente el Mesías que esperábamos. ¡Él es nuestro Señor y Salvador! Jesús vive. La muerte no pudo con él. Los clavos no pudieron sujetarlo en la cruz. Las vendas no han podido sujetarlo en el sepulcro. No está aquí sino que vive y vive para siempre. Por eso, por encima de todo, celebremos la victoria de la vida. Es Pascua. Sopla un aire nuevo. Cristo ha resucitado y se despierta la esperanza. Ahora, ante la tumba vacía, al igual que el apóstol creemos en la resurrección de Cristo; negamos el poder de la cruz, el sufrimiento y la muerte. ¡Ha resucitado! He aquí nuestra confianza. Éste que ha vencido el poder de la muerte hace posible esa esperanza. Es Pascua. Ahora sí, podemos volver a nuestra casa. Volver con alegría, con gozo. Volver, y por el camino anunciar a todos la buena nueva. Celebrar y gozarnos en la resurrección de Cristo, y, con la misma alegría, celebrar la confianza puesta en nuestra resurrección. Al fin y al cabo, la muerte ha sido vencida para siempre.
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