“…aquella agua representaba el agua del bautismo, por medio del cual somos ahora salvados.” 1 Pedro 3,21
“Ya estoy cansada de ser fría y de correr río abajo. Preferiría ser hermosa, encender entusiasmos, encender el corazón de los enamorados y ser roja y cálida. Dicen que yo purifico lo que toco, pero más fuerza purificadora tiene el fuego.” Así pensaba el agua de río de la montaña. Y, como quería ser fuego, decidió escribir una carta a Dios. “Querido Dios: Tú me hiciste agua, pero quiero decirte con todo respeto que me he cansado de ser transparente. Prefiero el color rojo para mí; desearía ser fuego. ¿Puede ser? No es un simple capricho. Yo necesito este cambio para mi realización personal”. El agua salía todas las mañanas a su orilla para ver si llegaba la respuesta de Dios. Una tarde pasó una lancha y dejó caer al agua un sobre rojo. El agua lo abrió y leyó: “Querida hija: me apresuro a contestar tu carta. Parece que te has cansado de ser agua. Yo lo siento mucho porque no eres un agua cualquiera. Tu abuela fue la que me bautizó en el Jordán, y yo te tenía destinada a caer sobre la cabeza de muchos niños. Tú preparas el camino del fuego. Mi Espíritu no baja a nadie que no haya sido lavado por ti. El agua siempre es primero que el fuego”. El agua se miró a sí misma y vio el rostro de Dios reflejado en ella. El agua comprendió que el privilegio de reflejar el rostro de Dios sólo lo tiene el agua limpia, entonces suspiró y dijo: “Sí, Señor, seguiré siendo agua. Seguiré siendo tu espejo.”
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