“Así pues, quiero que los hombres oren en todas partes, y que eleven sus manos a Dios con pureza de corazón y sin enojos ni discusiones.”
1 Timoteo 2,8
1 Timoteo 2,8
“Un escéptico proclamaba a viva voz y con mucho énfasis: No es posible poseer seguridad ninguna de la existencia de Cristo y que fuese quien fue como dicen sus historiadores, y que resucitase y subiese de nuevo al cielo. Y así continuamente. Cierto día, un hombre que le había estado escuchando, de pronto exclamó: ¡Sí es posible! ¿Cómo?, preguntó el otro. Muy sencillamente: Esta misma mañana, antes de ir hacia mi taller, he pasado una feliz media hora, en conversación con él. A lo cual su interlocutor volvió a preguntar: ¿Cómo? ¡No es posible! ¿Cómo?, corearon quienes eran testigos de la conversación. Orando, concluyó el hombre de fe.” El testimonio a favor de Cristo nos viene a través de la Palabra, pero también, por medio del testimonio de otros y otras, y, en esa íntima relación que la oración abre camino al Padre. La oración es aquello que nos permite discernimiento por medio de la acción del Espíritu Santo, a la vez que, en ese discernimiento, genera acciones concretas de solidaridad y compromiso. Pues, sabemos, la oración es acción: Acción de humildad para postrarse ante nuestro buen Dios abriéndose a su voluntad, y, acción de generosidad para interceder por aquellas situaciones que generan dolor y pesar en tantos y tantas. Humildad también, de saber que el Señor hará aquello que sea lo mejor para nosotros y nosotras. Después de todo, la oración es un acto magnánimo de fe: Aceptar confiados aquella respuesta que Dios tenga para cada una de nuestras vidas.
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