“Porque el agua que yo le daré se convertirá en él en manantial de agua
que brotará dándole vida eterna.” Juan 4,14
Es mediodía en el desierto. La hora del sol abrasador. La hora de la sed. Vamos camino a la fuente con el peso de nuestros cántaros, pero también, con el de nuestras cargas y preocupaciones. Junto al brocal del pozo hallamos un peregrino, cansado del viaje, sediento. Nos mira como nadie antes nos mirase. Nos dice que puede satisfacer nuestra sed de una vez y para siempre. Que él puede darnos el agua viva que brota a borbotones del manantial eterno. Agua, sí; pero agua fresca, agua que vivifica y sacia. El peregrino, en quien reconocemos a Jesús, nos habla. Nos dice: Ya no el odio y el orgullo, ya no el desamor. Yo con mi fuente de agua limpio todo lo sucio en tu vida. Entonces, pronuncia su nombre: Yo soy. Se revela por completo. Finalmente, terminamos por comprender: Que sí hay alguien capaz de satisfacer nuestra hambre y nuestra sed. Que sí hay alguien que viene a nuestro encuentro para tomarnos tal cual somos. Que sí hay uno que es capaz de cambiar nuestras vidas. Que así como hubo quienes fueron los primeros frutos de la cosecha, lo somos todos quienes sentados a los pies de Jesús nos dejamos mojar por el agua viva. Vayamos todos con nuestros pesos encaminados nuestros pies a los pies de Jesús. En medio del calor abrasador, en el desierto de nuestras vidas, apaguemos el fuego de nuestra sed con el fuego eterno. Vayamos a decirle: Quédate un par de días con nosotros. Quédate en estas cuaresmas con nosotros. Quédate, Señor.
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