“Y en cuanto a que los muertos resucitan, ¿no han leído ustedes en el libro de Moisés el pasaje de la zarza que ardía? Dios le dijo a Moisés: “Yo soy el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.” ¡Y él no es Dios de muertos, sino de vivos! Ustedes están muy equivocados.”
Marcos 12,26-27
Marcos 12,26-27
Dice un antiguo canto de los indios cherokee: “Un hombre susurró: Dios, habla conmigo... Y un ruiseñor comenzó a cantar. Pero el hombre no oyó. ¡Entonces el hombre repitió: Dios, habla conmigo!... Y el eco de un trueno se oyó. Más el hombre fue incapaz de oír. El hombre miró en rededor y dijo: Dios, déjame verte... Y una estrella brilló en el cielo. Pero el hombre no la vio. El hombre comenzó a gritar: Dios, muéstrame un milagro... Y un niño nació. Mas el hombre no sintió el latir de la vida. Entonces el hombre comenzó a llorar y a desesperarse: Dios, tócame y déjame saber que estás aquí conmigo... Y una mariposa se posó suavemente en su hombro... El hombre espantó la mariposa con la mano y desilusionado continuó su camino, triste, solo y con miedo.” Muchas veces nos sentimos así. Buscamos ansiosos de encontrar a Dios y, ocurre, que cuando viene a nuestro encuentro no lo reconocemos. Quizás, porque nos cuesta entender que en verdad Él es un Dios de vivos que se manifiesta en las pequeñas cosas de la vida misma. En una zarza ardiendo, en el canto de un pájaro, en el eco del trueno, una estrella, un niño, en el roce de una mariposa. En las pequeñas cosas de cada día, de toda vida, en la vida misma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario