“Jesús les contó una parábola para enseñarles que debían orar siempre, sin desanimarse.” Lucas 18,1
Adoniram Judson, misionero que sirvió en Birmania durante casi cuarenta años, dijo, refiriéndose a la oración: “Arregla tus negocios, si es posible, de manera que puedas dedicar tranquilamente dos o tres horas del día no simplemente a ejercicios devocionales, sino a la oración secreta y a la comunión con Dios. Esfuérzate siete veces al día por alejarte de las preocupaciones mundanas y de los que te rodean, para elevar tu alma a Dios en tu retiro privado. Empieza el día levantándote a media noche y dedicando algún tiempo en el silencio y la obscuridad a esta obra sagrada. Que el alba te encuentre en esta misma preocupación, y haz otro tanto a las nueve, a las doce, a las tres, a las siete y a las nueve de la noche. Ten resolución en su causa. Haz todos los esfuerzos posibles para sostenerla. Considera que tu tiempo es corto y que no debes permitir que otros asuntos y compañías te separen de tu Dios.” Un recuerdo que me ha acompañado cada día de mi vida es el recuerdo de mi madre arrodillada al pie de su cama orando tanto a la mañana al levantarse como al anochecer al acostarse. En mayor o menor medida, en mi vida de fe, he tratado de seguir su ejemplo confiado, al igual que la viuda de la parábola, que más tarde o más temprano el Padre celestial atenderá mi plegaria. En tiempos de alegría ¡qué bueno poder agradecer por tanta dicha! En tiempos de necesidad y angustia ¡qué alivio y fortaleza saber que hay Alguien quien nos sostiene y fortalece!
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