“Y ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí. Y la vida que ahora vivo en el cuerpo, la vivo por mi fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a la muerte por mí.” Gálatas 2,20
D.L. Moody, quizás el evangelista más grande del siglo XIX, dijo cierta vez: “La gran dificultad es que la gente lo entiende todo en general, y no lo aplican a sí mismos. Supongan que un hombre viniera y me dijera: Moody, la semana pasada murió en Europa un hombre que dejó una herencia de cinco millones. Bien, le contestaría yo, no lo dudo; es cosa que ocurre con alguna frecuencia. Y ya no pensaría en ello. Pero supongan que me dice: Pero es a usted a quien ha dejado su dinero. Entonces comienzo a sentirme interesado; presto atención y pregunto: ¿A mí? Sí, usted es su heredero. Entonces quiero se me den todas las explicaciones. Del mismo modo, podemos pensar que Cristo murió por los pecadores; que murió por todos; pero no por alguno en particular. Pero cuando llego a comprender la verdad de que murió por mí, y que todas las glorias prometidas son mías, entonces es cuando comienzo a sentirme interesado.” Si uno pudiera preguntarse cuánto vale su vida, un bien podría responderse: La vida de un hombre colgado en una cruz. Así es, Cristo ha pagado con su sangre el precio por mi vida. Su amor se ha manifestado de una vez y para siempre en lo alto de esa cruz. Ese fue el gesto concreto y supremo de su amor para conmigo, y, también, para con la humanidad toda.
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