“Al momento, Jesús lo tomó de la mano y le dijo: ¡Qué poca fe tienes! ¿Por qué dudaste?”
Mateo 14,31
Hay una anécdota que se refiere a Martín Lutero y dice lo siguiente: “Una vez estaba yo penosamente intranquilo por mis propios pecados, por la maldad del mundo, y por los peligros que rodeaban a la iglesia. Entonces mi esposa, vestida de luto, se acercó a donde estaba yo, y con gran sorpresa le pregunté quién había muerto. Con sus respuestas tuvimos el dialogo que sigue: ¿No sabes? ¡Dios en el cielo ha muerto! Pero, ¿cómo puedes decir semejante desatino, Catalina? ¿Cómo puede Dios morir? ¡Él es inmortal! ¿Es cierto esto? ¡Indudablemente! ¿Cómo puedes dudarlo? ¡Tan cierto como que hay Dios en el cielo, es que él nunca morirá! Y, entonces ¿por qué estás tan desalentado y abatido? Comprendí cuán sabia era mi esposa y dominé mi pensar.” También en nuestras vidas hay situaciones que causan pesar y tristeza. Otras que ocasionan temor e intranquilidad. Cuando eso ocurre nos abatimos y pareciéramos dudar del poder de Aquel que nos restaura y cobija entre sus brazos. Ya sea por nuestra propia maldad y pecado, o, por el pecado del mundo, muchas veces nuestra fe decae y perdemos el rumbo. Dudamos de todo aquello que antes era nuestra seguridad y firmeza. Suponemos en nuestro pesar que Dios ha muerto, o, al menos, nos ha abandonado. Al igual que Lutero también nosotros nos sentimos desalentados y abatidos. Es en ese preciso instante, y a causa de ello, que Jesús extiende su mano y nos sostiene, diciéndonos: ¡Qué poca fe tienes! ¿Por qué dudaste? Y, seguramente, con toda ternura vuelve a enderezar nuestros pasos.
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