“Betsabé se inclinó ante el rey hasta tocar el suelo con la frente, y el rey le preguntó: ¿Qué te pasa? Ella le respondió: Su Majestad me juró por el Señor su Dios, que mi hijo Salomón reinaría después de Su Majestad, y que subiría al trono.” 1 Reyes 1,16-17
Juan Rulfo, al inicio de su célebre Pedro Páramo, escribe: “Vine…porque me dijeron que acá vivía mi padre… Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. No dejes de ir a visitarlo, me recomendó. …No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro…” Así es el amor de toda madre, pedir, exigir, por aquello que considera lo mejor para sus hijos. La cita bíblica de 1 Reyes que precede este escrito, forma parte de un relato más amplio que nos cuenta la historia de Salomón siendo entronizado rey en Israel, convirtiéndose así en el tercer y último monarca del reino unido. El relato pone de manifiesto la actitud de una madre, Betsabé, que ante la proximidad de la muerte del rey le recuerda a éste la promesa hecha acerca de que su hijo Salomón sería su sucesor. Betsabé se presenta ante el rey como cualquier otro súbdito del reino abogando e intercediendo por el interés que la moviliza. Lo hace con mucha diplomacia, inclinándose y hasta reverenciando a David, demostrándole así su respeto como rey. Como la mayoría de las madres que suelen interceder a favor de sus hijos, la moviliza aquello que considera justo: Su hijo tiene el derecho de ser privilegiado con la elección. Por esto, obra a favor del sentimiento que anida en su corazón. Terca, tozuda, confiada, amorosamente.
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