“No dejen ustedes de orar: rueguen y pidan a Dios siempre, guiados por el Espíritu. Manténganse alerta, sin desanimarse, y oren por todo el pueblo santo. Oren también por mí, para que Dios me dé las palabras que debo decir, y para que pueda hablar con valor y dar así a conocer el designio secreto de Dios, contenido en el evangelio.” Efesios 6,18-19
Se cuenta que cierta vez “un pastor visitaba a una anciana que era miembro de su congregación. Dicha anciana había estado inválida durante mucho tiempo. Lamento mucho haber llegado a esta hora, le dijo; pero he tenido que recorrer todo el pueblo antes de venir. Yo también, señor pastor, acabo de recorrer todo el pueblo. ¿Cómo es posible? Usted no puede moverse de la cama. ¡Ah, contestó la viejecita; mi alma no está atada a la cama, y así todos los días recorro el pueblo con mis oraciones, sin moverme de aquí!” La oración es el diálogo fecundo que me abre no solo a Dios sino también a mis hermanos y hermanas. Oración que es acción puesto que nos pone en marcha hacia aquel que sufre. Oración que es poder, manifestación visible del invisible e invencible Espíritu del Señor. La oración es una de las acciones más productivas que un creyente puede tener, pues no hay límites para la oración. Por eso la exhortación del apóstol, no dejen ustedes de orar: rueguen y pidan a Dios siempre. Orar por todo el pueblo santo, y, también, por quien ha de ministrar la Palabra. Oración que es petición, pero también agradecimiento. Oración que es siempre presencia viva del Cristo resucitado en medio de la comunidad de fe reunida.
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