“El último día de la fiesta era el más importante. Aquel día Jesús, puesto de pie, dijo con voz fuerte: Si alguien tiene sed, venga a mí, y el que cree en mí, que beba. Como dice la Escritura, del interior de aquél correrán ríos de agua viva.” Juan 7,37-38
Se cuenta que “recorriendo los caminos del país de Gales iba un ateo, el señor Hone; iba a pie y al caer la tarde sintióse cansado y sediento. Se detuvo a la puerta de una choza donde una niña estaba sentada leyendo un libro. Le pidió el viajero agua; la niña le contestó que si gustaba pasar su madre le daría también un vaso de leche. Entró el señor Hone en aquel humilde hogar donde descansó un rato y satisfizo su sed. Al salir vio que la niña había reasumido la lectura, y le preguntó: ¿Estás preparando tu tarea pequeña? No señor, contestó la niña, estoy leyendo la Biblia. Bueno ¿te impusieron de tarea que leyeras unos capítulos? Señor, para mí no es tarea leer la Biblia, es un placer. Esta breve plática tuvo tal efecto en el ánimo del señor Hone, que se propuso leer él también la Biblia, convirtiéndose en uno de los más ardientes defensores de las sublimes verdades que ella enseña.” En nuestro tránsito por el desierto de la vida, a menudo sobreviene la sed más abrasadora. Cansados y sedientos sentimos nuestras fuerzas desfallecer y, pareciera, no obtener solución a nuestros pesares. Es allí donde brota de la roca enhiesta que es Jesucristo el manantial de agua viva, testimonio del cual hallamos en la Biblia. Agua que, sabemos, es capaz de saciar nuestra sed más profunda.
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