“Éste es mi Hijo amado, a quien he elegido: escúchenlo.” Mateo 17,5
Seis días después de la confesión del apóstol: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo, sobreviene el relato de la transfiguración de Jesús. Jesús toma a Pedro, Santiago y Juan y se los lleva a un monte alto, lugar de encuentro privilegiado con Dios. Es aquí, en este monte, donde la voz del Padre le va a proclamar su Hijo amado. Es aquí, donde estos tres serán espectadores de la transfiguración. Lo que ellos ven en Jesús transfigurado es un anticipo de la resurrección. Es aquí, en lo alto del Tabor, donde Jesús, el Mesías, es revelado. Él es la Luz del mundo y el Hijo amado del Padre: Éste es mi Hijo amado, escúchenlo. Es en Él donde definitivamente se da cumplimiento a la Ley y a los profetas, es a Él, y solo Él, a quien debemos escuchar. En este monte, Dios revela a Jesús como su hijo, el querido, a quien nosotros debemos escuchar. Dios manda a los discípulos, y a nosotros y nosotras, que escuchemos a Jesús. ¿Cómo no escucharle si es Él quien tiene para con cada uno, y cada una, palabras de vida eterna? Tú tienes palabras de vida eterna, dice Pedro a Jesús. Sí, Señor, las tienes, repetimos a coro. Y es aquí en lo alto donde comienza a revelarse el misterio, donde comienza a abrirse paso el entendimiento. Irrumpe la voz que manifiesta certeza, la luz que disipa toda obscuridad. Aquél que ha sido anunciado, aquél que es esperado, aquél rostro lejano se hace visible y cercano. Éste es, no otro. La espera ha terminado. El tiempo cumplido.
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