lunes, 19 de marzo de 2018

El Bautismo

El bautismo se funda en la voluntad llena de gracia de Jesucristo, que nos llama.  Por él, el hombre es arrancado de la soberanía del mundo y se convierte en propiedad del Señor. De este modo, el bautismo significa una ruptura.  Cristo penetra en el interior del poderío del mundo y pone su mano sobre los suyos, crea su comunidad, así, pasado y futuro quedan separados uno del otro.  Lo antiguo ha pasado, todo se ha hecho nuevo.  La ruptura no se produce porque un hombre haga saltar sus cadenas en un deseo inextinguible de encontrar un orden nuevo y libre para su vida y para las cosas.  Es el mismo Cristo, mucho antes de esto, quien ha realizado la ruptura.  Por el bautismo, el carácter inmediato de mis relaciones con las realidades de este mundo queda anulado porque Cristo, el mediador y Señor, se ha interpuesto entre ellas y yo.  Quien ha sido bautizado no pertenece ya al mundo, pertenece a Cristo y su comportamiento frente al mundo sólo está determinado por el Señor.  La ruptura con el mundo es total.  Exige y lleva a cabo la muerte del hombre.  El hombre muere a causa de la comunión con Cristo, y sólo en ella.  Al recibir la comunión con Cristo en la gracia del bautismo recibe simultáneamente su muerte.  Esta constituye la gracia que el hombre no puede fabricarse nunca.  Es verdad que en ella se produce el juicio que condena al hombre viejo y su pecado, pero de este juicio sale el hombre nuevo que ha muerto al mundo y a su pecado.  Esta muerte no es la repulsa última y airada de la criatura por parte del Creador, sino la aceptación benévola de la criatura por el Creador.  Esta muerte del bautismo es la muerte que nos ha sido adquirida con la gracia de la muerte de Cristo.  Quien se convierte en propiedad de Cristo debe situarse bajo su cruz.  Debe sufrir y morir con él.  Quien recibe la comunión de Cristo debe morir la muerte del bautismo, llena de gracia. 

Es la cruz de Cristo la que realiza esto, esa cruz bajo la que Jesús coloca a los que le siguen.  La muerte de Cristo constituye nuestra muerte única y bendita en el bautismo; nuestra cruz, a la que somos llamados, es la muerte diaria en la fuerza de la muerte de Cristo.  Así el bautismo se convierte en recepción de la comunidad con la cruz de Jesucristo.  El creyente viene a situarse bajo la cruz de Cristo. La muerte en el bautismo es la justificación del pecado.  Es preciso que el pecador muera para ser liberado de su pecado.  Quien ha muerto se halla justificado del pecado.  El pecado no tiene derecho sobre los muertos, su exigencia es suprimida, anulada, por la muerte.  La justificación del pecado sólo es obtenida por la muerte.  El perdón de los pecados no significa que no se los vea o se los olvide; significa verdaderamente la muerte del pecador y la separación del pecado.  Pero el hecho de que la muerte del pecador produzca la justificación, y no la condenación, se basa únicamente en que esta muerte es sufrida en la comunión con la muerte de Cristo.  El bautismo en la muerte de Cristo produce el perdón de los pecados y la justificación produce una separación completa del pecado.  La comunión con la cruz, a la que Jesús ha llamado a sus discípulos, es el don de la justificación que les ha sido hecho, el don de la muerte y del perdón de los pecados.  El don del bautismo es el Espíritu Santo quien es Cristo mismo habitando en los corazones de los fieles.  Los bautizados son la casa en la que habita el Espíritu Santo.  El Espíritu Santo nos garantiza la presencia permanente de Cristo y su comunión.  Nos da un conocimiento exacto de su persona, de su voluntad, nos enseña y recuerda todo lo que Cristo nos ha dicho, nos conduce a la verdad plena, a fin de que tengamos un conocimiento perfecto de Cristo y podamos saber lo que Dios nos da. 
Lo que el Espíritu Santo produce en nosotros no es incertidumbre, sino seguridad y claridad.  Por eso podemos marchar según el Espíritu y avanzar con paso seguro.  Con el envío del Espíritu Santo al corazón de los bautizados no sólo se preservó la certeza de estos, sino que incluso se robusteció y consolidó dicha certeza por la proximidad de la comunión.  Cuando Jesús llamaba a alguno al seguimiento, exigía un acto visible de obediencia.  Seguir a Jesús constituía un asunto público.  Lo mismo le ocurre con el bautismo, que también es un acontecimiento público.  Por él se entra en la Iglesia visible de Jesucristo.  La ruptura con el mundo realizada en Cristo no puede permanecer oculta, debe manifestarse externamente por la pertenencia al culto y a la vida de la comunidad.  El bautizado vive en la Iglesia visible de Jesucristo.  El bautismo y su don constituyen algo único.  Nadie puede ser bautizado dos veces con el bautismo de Cristo.  Quien está bautizado, ha sido hecho partícipe de la muerte de Cristo.  Con ella ha recibido su condena de muerte, ha muerto.  Igual que Cristo murió de una vez para siempre.  Y su sacrificio no se repite, el bautizado sufre su muerte con Cristo de una vez para siempre.  Ahora está muerto.  El lento morir diario del cristiano es simple consecuencia de la muerte única del bautismo, igual que muere poco a poco el árbol al que se le han cortado las raíces.  En adelante es válida la frase: Consideraos muertos al pecado.  Los bautizados sólo se conocen ya como muertos, como hombres por cuya salvación se ha realizado todo.  El cristiano vive de la repetición, en el recuerdo, de la fe en el acto de gracia de la muerte de Cristo en nosotros, pero no de la repetición real del acto de gracia de esta muerte, como si hubiese que renovarla continuamente.  Vive del carácter único de la muerte de Cristo en su bautismo. 

Dietrich Bonhoeffer

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