El
bautismo se funda en la voluntad llena de gracia de Jesucristo, que nos llama. Por él, el hombre es arrancado de la
soberanía del mundo y se convierte en propiedad del Señor. De este modo, el bautismo significa
una ruptura. Cristo penetra en el interior del
poderío del mundo y pone su mano sobre los suyos, crea su comunidad, así,
pasado y futuro quedan separados uno del otro.
Lo antiguo ha pasado, todo se ha hecho nuevo. La ruptura no se produce porque un hombre
haga saltar sus cadenas en un deseo inextinguible de encontrar un orden nuevo y
libre para su vida y para las cosas. Es
el mismo Cristo, mucho antes de esto, quien ha realizado la ruptura. Por el bautismo, el carácter inmediato de mis
relaciones con las realidades de este mundo queda anulado porque Cristo, el
mediador y Señor, se ha interpuesto entre ellas y yo. Quien ha sido bautizado no pertenece ya al
mundo, pertenece a Cristo y su comportamiento frente al mundo sólo está
determinado por el Señor. La ruptura con
el mundo es total. Exige y lleva a cabo
la muerte del hombre. El hombre muere a causa de la comunión con
Cristo, y sólo en ella. Al recibir la
comunión con Cristo en la gracia del bautismo recibe simultáneamente su muerte. Esta constituye la gracia que el hombre no
puede fabricarse nunca. Es verdad que en
ella se produce el juicio que condena al hombre viejo y su pecado, pero de este
juicio sale el hombre nuevo que ha muerto al mundo y a su pecado. Esta muerte no es la repulsa última y airada
de la criatura por parte del Creador, sino la aceptación benévola de la
criatura por el Creador. Esta muerte del
bautismo es la muerte que nos ha sido adquirida con la gracia de la muerte de
Cristo. Quien se convierte en propiedad
de Cristo debe situarse bajo su cruz.
Debe sufrir y morir con él. Quien
recibe la comunión de Cristo debe morir la muerte del bautismo, llena de
gracia.
Es la cruz de
Cristo la que realiza esto, esa cruz bajo la que Jesús coloca a los que le
siguen. La muerte de Cristo constituye
nuestra muerte única y bendita en el bautismo; nuestra cruz, a la que somos
llamados, es la muerte diaria en la fuerza de la muerte de Cristo. Así el bautismo se convierte en recepción de
la comunidad con la cruz de Jesucristo.
El creyente viene a situarse bajo la cruz de Cristo. La muerte en el
bautismo es la justificación del
pecado. Es preciso que el pecador
muera para ser liberado de su pecado.
Quien ha muerto se halla justificado del pecado. El pecado no tiene derecho sobre los muertos,
su exigencia es suprimida, anulada, por la muerte. La justificación del pecado sólo es obtenida
por la muerte. El perdón de los pecados
no significa que no se los vea o se los olvide; significa verdaderamente la
muerte del pecador y la separación del pecado.
Pero el hecho de que la muerte del pecador produzca la justificación, y
no la condenación, se basa únicamente en que esta muerte es sufrida en la
comunión con la muerte de Cristo. El
bautismo en la muerte de Cristo produce el perdón de los pecados y la
justificación produce una separación completa del pecado. La comunión con la cruz, a la que Jesús ha
llamado a sus discípulos, es el don de la justificación que les ha sido hecho,
el don de la muerte y del perdón de los pecados. El don del bautismo es el Espíritu Santo quien
es Cristo mismo habitando en los corazones de los fieles. Los bautizados son la casa en la que habita
el Espíritu Santo. El Espíritu Santo nos
garantiza la presencia permanente de Cristo y su comunión. Nos da un conocimiento exacto de su persona,
de su voluntad, nos enseña y recuerda todo lo que Cristo nos ha dicho, nos
conduce a la verdad plena, a fin de que tengamos un conocimiento perfecto de
Cristo y podamos saber lo que Dios nos da.
Lo que el
Espíritu Santo produce en nosotros no es incertidumbre, sino seguridad y
claridad. Por eso podemos marchar según
el Espíritu y avanzar con paso seguro.
Con el envío del Espíritu Santo al corazón de los bautizados no sólo se
preservó la certeza de estos, sino que incluso se robusteció y consolidó dicha
certeza por la proximidad de la comunión.
Cuando Jesús llamaba a alguno al seguimiento, exigía un acto visible de obediencia. Seguir a Jesús constituía un asunto
público. Lo mismo le ocurre con el bautismo,
que también es un acontecimiento público. Por él se entra en la Iglesia visible de
Jesucristo. La ruptura con el mundo
realizada en Cristo no puede permanecer oculta, debe manifestarse externamente
por la pertenencia al culto y a la vida de la comunidad. El bautizado vive en la Iglesia visible de
Jesucristo. El bautismo y su don
constituyen algo único. Nadie puede ser bautizado dos veces
con el bautismo de Cristo. Quien está
bautizado, ha sido hecho partícipe de la muerte de Cristo. Con ella ha recibido su condena de muerte, ha
muerto. Igual que Cristo murió de una
vez para siempre. Y su sacrificio no se
repite, el bautizado sufre su muerte con Cristo de una vez para siempre. Ahora está muerto. El lento morir diario del cristiano es simple
consecuencia de la muerte única del bautismo, igual que muere poco a poco el
árbol al que se le han cortado las raíces.
En adelante es válida la frase: Consideraos muertos al pecado. Los bautizados sólo se conocen ya como
muertos, como hombres por cuya salvación se ha realizado todo. El cristiano vive de la repetición, en el
recuerdo, de la fe en el acto de gracia de la muerte de Cristo en nosotros,
pero no de la repetición real del acto de gracia de esta muerte, como si
hubiese que renovarla continuamente.
Vive del carácter único de la muerte de Cristo en su bautismo.
Dietrich
Bonhoeffer
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