“Oren en todo momento.” 1 Tesalonicenses 5,17
Cierta vez, “una antigua maestra de escuela llegó a estar paralítica, y dijo a Dios: ¿Cómo puedo servirte, Señor, en esta condición en que estoy imposibilitada? Y le pareció que Dios le decía: Todavía puedes orar. Entonces ella pensó que esto era su gran comisión. Desde entonces la antigua maestra de escuela se puso a orar de una manera especial: ocupaba las mañanas orando por la obra misionera que se hace en un lado del globo terráqueo; y las tardes, orando por la obra misionera que se hace en el otro lado.” Orar, siempre y en todo lugar. No hay motivo alguno para dejar de hacerlo. Especialmente aquella oración intercesora, aquella que se hace a favor de otra persona o de una situación determinada, que tan bien hace a la obra y al ministerio a favor del Reino. Se cuenta que “una joven madre jamás podrá olvidar que, lo último que vio en el momento en el que un violento terremoto sacudía a Armenia, en Colombia, fue el rostro sorprendido de su hijo de seis años cuando lo empujó para evitar que una pared cayera sobre su cuerpecito. La mujer no salía de su asombro y batallaba, minutos después, con la zozobra de saber qué había ocurrido con el menor. Alrededor una inmensa nube de polvo. A lo lejos, el sonido de las ambulancias y los vehículos de la policía. En cuestión de segundos todo estaba destruido. Años después, su hijo contaría que gracias a que su madre se interpuso a tiempo, estaba vivo. Agradecía esa decisión de la joven progenitora. Ella solo sufrió alguna que otra contusión que no pasó a mayores.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario