“Delante de Dios y de Cristo Jesús, que vendrá glorioso como Rey a juzgar a los vivos y a los muertos, te encargo mucho que prediques el mensaje, y que insistas cuando sea oportuno y aun cuando no lo sea. Convence, reprende y anima, enseñando con toda paciencia.”
2 Timoteo 4,1-2
John Wilbur Chapman, quien fue evangelista presbiteriano, y, que, generalmente viajaba con el cantante de góspel Charles Alexander, contó cierta vez la siguiente anécdota: “Se dice que al principio de la Primera Guerra Mundial un clérigo de la Iglesia de Inglaterra compareció ante Guillermo Taylor, obispo, y capellán general del ejército británico, para pedir colocación como capellán. Se dice que el obispo Taylor lo miró intensamente por un momento y sacando su reloj de bolsillo le dijo: Imagínese que yo soy un soldado moribundo, que sólo tengo tres minutos de vida, ¿qué tiene que decirme? El clérigo quedó confundido y no dijo nada. Entonces el obispo le dijo: Ahora tengo dos minutos de vida, ¿qué puede decirme para el bien de mi alma? Aun con esto, el clérigo permaneció callado. Entonces el obispo volvió a decirle: sólo tengo un minuto de vida, ¿me dirá algo? Entonces el clérigo sacó su libro de oración, pero el obispo le dijo: No saque ese libro, pues no es oportuno para esta ocasión. Y puesto que el clérigo no pudo decirle nada al soldado moribundo, fracasó en su deseo de ser capellán del ejército.” Tres minutos bastan, aun un par, aun uno. Tres minutos para tomar la mano de quien moribundo espera consuelo y fortaleza para el tránsito que ha de dar confiado en que Dios, en su Gracia, no lo dejará solo.
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