jueves, 25 de marzo de 2021

Domingo de Ramos

“Cuando ya estaban cerca de Jerusalén, al aproximarse a los pueblos de Betfagé y Betania, en el Monte de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: Vayan a la aldea que está enfrente, y al entrar en ella encontrarán un burro atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo. Y si alguien les pregunta por qué lo hacen, díganle que el Señor lo necesita y que en seguida lo devolverá. Fueron, pues, y encontraron el burro atado en la calle, junto a una puerta, y lo desataron. Algunos que estaban allí les preguntaron: ¿Qué hacen ustedes? ¿Por qué desatan el burro? Ellos contestaron lo que Jesús les había dicho; y los dejaron ir. Pusieron entonces sus capas sobre el burro, y se lo llevaron a Jesús. Y Jesús montó. Muchos tendían sus capas por el camino, y otros tendían ramas que habían cortado en el campo. Y tanto los que iban delante como los que iban detrás, gritaban: ¡Hosana! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, el reino de nuestro padre David! ¡Hosana en las alturas! Entró Jesús en Jerusalén y se dirigió al templo. Miró por todas partes y luego se fue a Betania con los doce discípulos, porque ya era tarde.” Marcos 11,1-11


Hoy celebramos domingo de Ramos. Con este domingo, con esta celebración, damos inicio a Semana Santa. Semana en la cual Jesús, el Hijo de Dios, el Cristo, Señor y Salvador, el Mesías esperado, ha de cumplimentar su obra. Donde dentro de los planes de Dios para con la humanidad toda, Él entregará su vida por esa humanidad. Para restaurarla, para revivificarla, para darle sanidad. Hoy, en este día, de acuerdo a la lectura del Evangelio que acabamos de compartir, recordamos la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. Entrada que significa el anticipo de este acontecimiento que hoy comenzamos a vivir. Semana Santa, tiene el significado y el propósito más profundo y fecundo del amor y la misericordia de Dios manifestada en Cristo Jesús a favor nuestro. Jesús entra a Jerusalén siendo victoreado, aclamado, con palmas, con gozo, con alegría. Jesús entra en Jerusalén como lo que es: el Hijo de Dios. La promesa hecha hace tiempo atrás por los profetas se cumple en Él. Pero la entrada de Jesús a Jerusalén no es quizás como la multitud, que si bien lo aclama y lo recibe, no es como esa multitud lo hubiera esperado. Porque en la mentalidad del pueblo de Israel, como también muchas veces en nuestra propia mentalidad, y en la intimidad de nuestros corazones, estaba presente la imagen, la figura, de un Mesías victorioso. De un Hijo de Dios que iba a irrumpir en el mundo con fuerza y con poder. Jesús irrumpe en el mundo con la fuerza del amor y con el poder que es poder de victoria de la resurrección sobre la muerte. Sin embargo cuando es recibido y es aclamado, otra imagen tienen, en el pensamiento y en las retinas, aquellos que lo reciben. La imagen de un rey todopoderoso que iba a venir con un gran ejercito a irrumpir en la realidad de su pesar y sufrimiento para derribar el poder que los dominaba y los oprimía. Sin embargo este Jesús entra de manera humilde, casi desapercibida sino fuera por la multitud que lo recibe y el jolgorio que acontece en ese recibimiento. Nada más opuesto a la idea de un Mesías todopoderoso, victorioso. De hecho tiene poder y de hecho será posible la victoria. Pero no la victoria ni el poder que el mundo espera, o, al menos, al cual el mundo está acostumbrado. Porque no es con las armas, ni con guerreros, ni con un brazo armado, que Jesús va a derribar las barreras del odio, de la opresión, del pecado y  de la muerte sino con su amor, con su empatía para con el otro, para con la otra, para con aquel que sufre. Su compromiso y su testimonio a favor del reino de su Padre celestial, un reino que precisamente es misericordia y es amor. El poder de Jesús está fundado allí en ese amor de Dios que es manifestado en su vida. El poder, la victoria de Jesús estará fundada en esa cruz en la cual será colgado y martirizado, pero que no podrá retener su cuerpo. El relato nos habla del recibimiento, de la alegría y el gozo de la multitud que lo aclama, a este que viene queriendo gobernar sus vidas, pero gobernarlas con ternura, gobernarlas con misericordia, con amor. Quizás esta misma multitud, o parte de ella al menos, sean los que luego en el juicio, o en el simulacro de juicio, levantarán su voz: ¡crucifícale!, ¡crucifícale! Jesús entra a Jerusalén, en el cumplimiento de aquello que estaba prometido en las Escrituras. Entra humildemente, como humilde vivió su vida. Entra ofrendando generosamente su vida a favor de aquel que quiera recibirle en su corazón, de aquel que quiera poseerlo como Señor y Salvador. Bendito el rey que viene en nombre del Señor. Bendito el rey que viene con palabras cargadas de esperanza, con palabras cargadas de sabiduría. Bendito este rey de la caricia, del abrazo generoso, de la palabra fraterna, de la voz que proclama a los cuatro vientos: aquel que cree en mí tendrá vida eterna. Amén. 

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