“Y así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así también el Hijo del hombre tiene que ser levantado, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Pues Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él. El que cree en el Hijo de Dios, no está condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado por no creer en el Hijo único de Dios. Los que no creen, ya han sido condenados, pues, como hacían cosas malas, cuando la luz vino al mundo prefirieron la oscuridad a la luz. Todos los que hacen lo malo odian la luz, y no se acercan a ella para que no se descubra lo que están haciendo. Pero los que viven de acuerdo con la verdad, se acercan a la luz para que se vea que todo lo hacen de acuerdo con la voluntad de Dios.” Juan 3,14-21
Seguimos transitando el tiempo de Cuaresma. Un tiempo de reflexión, un tiempo donde caminar por el desierto de nuestras vidas debiera significar un aceptar la invitación del Evangelio de volvernos hacia Dios; de centrar nuestra mirada en Aquel del cual venimos, hacia el cual vamos, en Aquel que nos ha amado y nos ama desde el vientre materno, desde nuestros primeros pasos, desde nuestro primer pensamiento, nuestra primer palabra emitida. Porque Dios nos ama y tiene misericordia de cada uno, de cada una, es que ve nuestra situación de pecado, ve en que nos hemos convertido. Observa, mira con detenimiento nuestras vidas. Y ve vidas vacías, ve vidas sin compromiso, ve vidas donde la solidaridad está ausente, donde ese amor que Dios nos tiene no está presente en nuestras relaciones. La maldad abunda en el mundo y se ha hecho carne en nuestras vidas. Y este pecado que significa no solo romper esa íntima relación que teníamos con nuestro Padre celestial si no también romper la relación con nuestra hermana, nuestro hermano, más aún, con nosotros mismos, nos lleva a tener actitudes y prácticas alejadas a la voluntad y a los planes de Dios. Si hemos sido concebidos y creados por amor, uno entiende, o debería entender al menos, que ese amor debiera convertirse en nuestro Norte cada día de nuestras vidas. Que el amor que Dios nos tiene en Cristo Jesús, debiera bastar para que nuestras actitudes de cada día para con el otro, para con la otra, estén fundadas en este amor. Pero Dios conoce nuestra situación, porque nos conoce en nuestra intimidad más profunda. Y es por este motivo que aquello que había prometido a su pueblo en la antigüedad lo cumple ahora, se hace presente en medio de nuestra realidad de maldad, de enfermedad, de pecado y de muerte, en Jesús. Y se hace presente precisamente porque nos ama. Y nos ama con un amor tan inmenso, tan generoso, que ofrece la vida de su Hijo, por amor. Esto es lo que encontramos relatado en el Evangelio de Juan que hemos leído hoy. Aquella serpiente que fue levantada en lo alto en medio del árido desierto para que todo aquel que levantase la mirada y la observase fuese salvo, recuperase la sanidad, es este Jesús que por amor será levantado en la cruz para que todo aquel que este dolido, que este apesumbrado, que esté angustiado, que necesite la sanidad en su vida, en su cuerpo enfermo, en su alma dolorida, pueda levantar su mirada hacia la cruz y recibir la sanidad, recibir sobre sí todo el amor que Dios en Jesús, el crucificado, nos ofrece. Y nos ofrece gratuitamente. A lo sumo el único esfuerzo que debiéramos hacer, es detener nuestra marcha en este vértigo cotidiano que estamos inmersos, mirarnos, ver nuestra situación de pecado y de enfermedad, desear la sanidad, levantar la mirada, ver a Jesús y animarnos en esa mirada a abrir nuestras vidas y nuestros corazones para recibirle, para aceptarle como el Señor y Salvador de nuestras vidas. El acontecimiento de la cruz de Cristo, el acontecimiento que Dios obra a nuestro favor en esa cruz, tiene como motivo, como motivo principal, fundamental, este amor de Dios, ese amor que desde el comienzo mismo de la humanidad, de los tiempos mismos del mundo todo, ha estado presente. Porque Dios nos ama, porque Dios tiene misericordia de cada uno y de cada una, es que levanta en lo alto el cuerpo de su Hijo enclavado en esa cruz para que mirando observando, volviéndonos hacia esa cruz, podamos recibir vida y vida plena, vida en abundancia. Próximos a Semana Santa, la invitación del Evangelio en esta mañana, es que podamos reflexionar, pensar y meditar, acerca del amor que Dios en su misericordia tiene para con nosotras y nosotros. Hagamos este ejercicio, animémonos a levantar nuestra voz y clamar: Porque Dios me ama es que me ofrece la vida en la vida de su propio Hijo. Que podamos experimentar esta Gracia, nos solo en este tiempo si no en todo tiempo y en todo lugar. Que así sea. Amén.
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