“Como ya se acercaba la fiesta de la Pascua de los judíos, Jesús fue a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de novillos, ovejas y palomas, y a los que estaban sentados en los puestos donde se le cambiaba el dinero a la gente. Al verlo, Jesús tomó unas cuerdas, se hizo un látigo y los echó a todos del templo, junto con sus ovejas y sus novillos. A los que cambiaban dinero les arrojó las monedas al suelo y les volcó las mesas. A los vendedores de palomas les dijo: ¡Saquen esto de aquí! ¡No hagan un mercado de la casa de mi Padre! Entonces sus discípulos se acordaron de la Escritura que dice: Me consumirá el celo por tu casa. Los judíos le preguntaron: ¿Qué prueba nos das de tu autoridad para hacer esto? Jesús les contestó: Destruyan este templo, y en tres días volveré a levantarlo. Los judíos le dijeron: Cuarenta y seis años se ha trabajado en la construcción de este templo, ¿y tú en tres días lo vas a levantar? Pero el templo al que Jesús se refería era su propio cuerpo. Por eso, cuando resucitó, sus discípulos se acordaron de esto que había dicho, y creyeron en la Escritura y en las palabras de Jesús.” Juan 2,13-22
Seguimos transitando este tiempo de Cuaresma. Un tiempo de recogimiento, de oración. Un tiempo de preparación, de estar atentos y atentas a la Palabra de Dios y a los acontecimientos que nos van a ir conduciendo lentamente hacia Semana Santa. El texto evangélico que acabamos de compartir es sumamente conocido por cierto. Y no solo remite o se refiere a la limpieza, a la purificación del templo de Jerusalén, sino que también hace una especie de juego de palabras entre el templo de Jerusalén y el templo que es el cuerpo de Jesús, el Cristo, que ha de ser derribado pero será levantado al tercer día. También de alguna manera el texto debemos leerlo a la luz de nuestra propia limpieza, nuestra propia purificación interior, que debiéramos tener no solo en tiempos de Cuaresma sino también cada día de nuestras vidas para gozarnos de la presencia del Resucitado y para vivir acorde a la voluntad de nuestro Padre celestial. En el texto del Evangelio podemos encontrar dos, tres imágenes. La primera es esa imagen de enojo de Jesús al ver, al observar, en que han convertido la casa de Dios. La han convertido en un lugar donde se comercia, donde se negocia, donde ya no están presentes los intereses del Reino sino que se hacen presentes los intereses y los negocios del mundo para precisamente comerciar allí en eso que debiera ser una casa de oración, una casa de alabanza, de adoración. Por eso su enojo y por eso su actitud de echar fuera todo aquello que jamás debió entrar a ese lugar. El segundo momento tiene que ver con la confrontación si se quiere de aquellos que viene a cuestionar la actitud de Jesús obviamente en defensa de sus intereses. Intereses mezquinos por cierto. Y lo confrontan acerca de la autoridad con que Jesús ha obrado. En esta segunda parte del relato claramente se manifiesta que no reconocen a Jesús como el Mesías, como el Hijo de Dios, como quien tendría autoridad suficiente no solo para limpiar ese templo si no para purificar todo templo, toda vida. Y la tercer parte del relato tiene íntima relación con el anuncio, con la profecía, que Jesús hace de sí mismo, de aquello que va a ocurrir con él. Que va a ser derribado, en clara alusión a su muerte y crucifixión, pero que ha de ser levantado al tercer día en el cumplimiento de la promesa, de la profecía dada, compartida, al pueblo de Israel. Ahora bien, que querrá decirnos el relato a nosotras y nosotros hombres y mujeres de este tiempo. Creo que en primer lugar debiéramos cuestionarnos si en el afán de obtener recursos para continuar la obra encomendada, para continuar nuestra proclamación a favor del Reino de Dios, y, nuestro testimonio a favor del Evangelio de Jesús, no caemos muchas veces en el pensamiento y en la dinámica del mundo que nos rodea, de negociar, de comerciar, con todo aquello que uno pueda negociar y comerciar puertas a dentro de nuestros templos, de nuestras casas de oración. Quizás debiéramos preguntarnos cuál es la mejor forma de obtener los recursos necesarios, suficientes, para nuestro cometido. Lo segundo es preguntarnos si en nuestras vidas de fe a veces, al igual que aquellos que confrontaron a Jesús ante este acontecimiento, si nosotras, nosotros, no cuestionamos también, inconscientemente al menos, la autoridad de Jesús. Decimos creer en él como Señor y Salvador de nuestras vidas, pero a veces la exigencia, el compromiso, la invitación, es tan mayúscula que nos supera. Y en este superarnos, en lo íntimo de nuestros corazones nos preguntamos: ¿con qué autoridad? ¿Con qué derecho nos exiges o nos pides esto, Señor? ¿Es en verdad el Señor y Salvador de nuestras vidas? Y lo tercero tiene que ver con algo tan íntimo en nosotras y en nosotros como debiera ser la limpieza, la purificación que debemos hacer en nuestros cuerpos y en nuestros corazones de todo aquello que nos aleja precisamente del seguimiento y el compromiso a favor del Reino, que nos aleja del testimonio que hemos de dar al mundo, y, que hace de cada uno y cada una, templos que dejan de ser templos vivos para convertirse en desecho o en aquello que Dios no quiere ni espera de aquel que dice ser su hijo. El apóstol Pablo nos recuerda en una de sus cartas que templos vivos del Dios vivo manifestado en Cristo somos, pues bien, este tiempo de Cuaresma camino a Semana Santa debiera ser un tiempo donde podamos pensar y reflexionar ¿cuáles son aquellas cosas, actitudes, que debiéramos cambiar en nuestras vidas? O, mejor dicho, que debiéramos dejar que Dios en Cristo transforme en nuestras vidas. Que Dios nos bendiga para que en este caminar por el desierto rumbo al Getsemaní podamos reflexionar sobre nuestras vidas de fe, sobre nuestro compromiso, nuestro testimonio, sobre quien es en verdad Cristo para nuestras vidas. Amén.
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