“Y
Dios, que es quien da constancia y consuelo, los ayude a ustedes a vivir en
armonía unos con otros, conforme al ejemplo de Cristo Jesús.”
Romanos 15,5
Llevamos ya una larga caminada. Estamos
como el pueblo de Israel en el desierto. Conducidos por el amor y la
misericordia de Dios hacia la tierra prometida, reino de los cielos. Sabemos de
nuestra tarea: ir sembrando en el desierto mojones de solidaridad y esperanza
como anticipo de ese reino. A veces, al igual que ese otro pueblo, nos
sobrevienen las dudas. Las pruebas y las dificultades vividas a lo largo del
camino no son pocas. Pero Dios, quien es nuestro consuelo, mantiene nuestra
marcha firme y constante y nos da, en Cristo Jesús, un norte, una guía, unos
pasos, un modelo, un camino a seguir. Es Dios quien nos da constancia para
seguir andando, para seguir construyendo, para seguir unidos, juntas. Es Dios
quien, ante las dificultades y frente a la ardua tarea, nos da consuelo para el
camino. Y, a través del apóstol, nos invita a vivir en armonía, con uno mismo,
con la otra, con el medio ambiente, con la naturaleza toda. Armonía, sí, aun
con nuestras diferencias, aun en el disenso. Y, en esta caminada, herramientas
toscas y endebles, tantas veces inútiles, somos puestas en las manos de este
hábil carpintero, el nazareno, quien va moldeando nuestra vida y nuestro
entorno. Transformando en útil lo inútil, dando belleza a tanta tosquedad. Y,
en esta caminada, sobreviene el Espíritu de Dios en medio del desierto,
desplegando una vez más nuestras alas, levantándonos en vuelo el uno al lado de
la otra, entrelazando abrazos y estrechando manos, junto al amigo, a la hermana
al compañero. Degustando los frutos de la cesta, pan y vino, anticipo del
banquete. En cumplimiento de la promesa que en el Señor deja de ser utopía.
Mesa tendida y compartida. Mesa de paz y justicia.
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