Alguien me
dijo que no es casual...que desde siempre las elegimos. Que las encontramos en
el camino de la vida, nos reconocemos y sabemos que en algún lugar de la
historia de los mundos fuimos del mismo clan.
Pasan las
décadas y al volver a recorrer los ríos esos cauces, tengo muy presentes las
cualidades que las trajeron a mi tierra personal.
Valientes,
reidoras y con labia. Capaces de pasar horas enteras escuchando, muriéndose de
risa, consolando. Arquitectas de sueños, hacedoras de planes, ingenieras de la
cocina, cantautoras de canciones de cuna.
Cuando las
cabezas de las mujeres se juntan alrededor de "un fuego", nacen
fuerzas, crecen magias, arden brasas, que gozan, festejan, curan, recomponen,
inventan, crean, unen, desunen, entierran, dan vida, rezongan, se conduelen.
Ese fuego
puede ser la mesa de un bar, las idas para afuera en vacaciones, el patio de un
colegio, el galpón donde jugábamos en la infancia, el living de una casa,
el corredor de una facultad, un mate en el parque, la señal de alarma de que
alguna nos necesita o ese tesoro incalculable que son las quedadas a dormir en
la casa de las otras.
Las de
adolescentes después de un baile, o para preparar un exámen, o para cerrar una
noche de cine. Las de "veníte el sábado" porque no hay nada mejor que
hacer en el mundo que escuchar música, y hablar, hablar y hablar hasta
cansarse. Las de adultas, a veces para asilar en nuestras almas a una con desesperanza
en los ojos, y entonces nos
desdoblamos en
abrazos, en mimos, en palabras, para recordarle que siempre hay un mañana. A
veces para compartir, departir, construir, sin excusas, solo por las meras
ganas.
El futuro en
un tiempo no existía. Cualquiera mayor de 25 era de una vejez no imaginada...y
sin embargo...detrás de cada una de nosotras, nuestros ojos.
Cambiamos.
Crecimos. Nos dolimos. Parimos hijos. Enterramos muertos.
Amamos. Fuimos
y somos amadas. Dejamos y nos dejaron. Nos enojamos para toda la vida, para
descubrir que toda la vida es mucho y no valía la pena. Cuidamos y en el mejor
de los casos nos dejamos cuidar.
Nos casamos, nos juntamos,
nos divorciamos. O no.
Creímos
morirnos muchas veces, y encontramos en algún lugar la fuerza de seguir.
Bailamos con un hombre, pero la danza más lograda la hicimos para nuestros
hijos al enseñarles a caminar.
Pasamos noches
en blanco, noches en negro, noches en rojo, noches de luz y de sombras. Noches
de miles de estrellas y noches desangeladas.
Hicimos el
amor, y cuando correspondió, también la guerra. Nos entregamos. Nos protegimos.
Fuimos heridas e inevitablemente, herimos.
Entonces...los
cuerpos dieron cuenta de esas lides, pero todas mantuvimos intacta la mirada.
La que nos define, la que nos hace saber que ahí estamos, que seguimos estando
y nunca dejamos de estar.
Porque juntas
construimos nuestros propios cimientos, en tiempos donde nuestro edificio
recién se empezaba a erigir.
Somos más
sabias, más hermosas, más completas, más plenas, más dulces, más risueñas y por
suerte, de alguna manera, más salvajes.
Y en aquel
tiempo también lo éramos, sólo que no lo sabíamos. Hoy somos todas espejos de
las unas, y al vernos reflejadas en esta danza cotidiana, me emociono.
Porque cuando
las cabezas de las mujeres se juntan alrededor "del fuego" que
deciden avivar con su presencia, hay fiesta, hay aquelarre, misterio, tormenta,
centellas y armonía. Como siempre. Como nunca.
Como toda la
vida.
Para todas las
brasas de mi vida, las que arden desde hace tanto, y las que recién se suman al
fogón.
Simone Seija Paseyro, uruguaya
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