miércoles, 28 de marzo de 2018

Mensaje de Viernes Santo

Hoy, viernes santo, es noche de silencio.  Silencio por los que sufren y lloran tantas injusticias, silencio de pueblos enteros sometidos a un trato humillante, silencio por tanto y tanto amor que se sacrifica cotidianamente.  Es el silencio de Jesús muerto en la cruz por quienes quisieron acallar su voz.  Es el silencio que sientes ante tanto dolor, fruto de la brutalidad de quienes se ensañan contra los más débiles, desprotegidos e indefensos.  Hoy, percibes toda la hondura y la profundidad del amor y la misericordia de Dios. 
¿Cuál es el peso que agobia tu espalda en esta noche?  ¿Cuál es la carga bajo la cual sientes sometido tu cuerpo, encadenada tu vida?  Quizás el peso de esa enfermedad que apareció de pronto, sin sospechas, y te va consumiendo rápidamente.  Quizás la carga de esa otra enfermedad que desde hace tiempo, lentamente, te va ganando y ya no soportas.  Quizás sea tu preocupación por esa joven adolescente casi niña que carga con un embarazo no deseado.  O por ese joven niño que parece encontrar respuestas a sus preguntas en el alcohol y el vicio.  
Quizás tienes que soportar las largas e interminables colas, ante la guardia en los hospitales, ante la caja para el pago de jubilación en los bancos, ante los trámites en las oficinas de tu obra social.  Quizás la preocupación por tu hijo o por tu hija en este momento de decisiones: que si estudio, que si trabajo, que si espero un tiempo.  Quizás tú, joven, cuando ya las decisiones en tu vida comienzan a tener incidencia sobre ti no encuentres salida a los problemas que te acosan.  Soportas el peso de responsabilidades para las cuales quizás sientes que no estas preparado.  Tal vez te parezca que ya nada tiene sentido.  Tal vez pienses que abres el surco en la tierra sólo para ver crecer la gramilla.  Tal vez sientas que la carga de tu trabajo ya es demasiado para ti.  Que nada vale la pena.  Que nada vale tu esfuerzo. 
Y en esta noche en que el dolor te parece insoportable, en que el sufrimiento se apodera de tu vida para no soltarla.  En esta noche donde sientes que ya estás cansado y harto, harta y cansada, de tantas y tantas preocupaciones, tantos desvelos, tanta miseria en la que parece rodar tu existencia.  En esta noche, en este momento y a esta hora, estás aquí en busca de consuelo.  Has venido con tu carga a cuestas, con el peso del dolor sobre tu espalda. 
Al igual que Simón de Cirene que carga sobre sus espaldas la cruz de Cristo, tú sigues sus huellas cargando sobre tu espalda tu propia cruz. 
Detente.  Levanta tu mirada y dime: ¿qué ves?  ¿Alcanzas a percibir el cuerpo de Cristo en la cruz?  Mira, ¿ves su rostro?  Ese rostro partido, surcado por las lágrimas de su sufrimiento, desfigurado por el dolor y la proximidad de la muerte.  En ese rostro está también tu dolor y tu llanto, tu propio rostro partido.  Allí en la cruz también estas tú, oprimido, sufriente, desfigurado, sin apariencia de persona, sin un mínimo de condición humana; cuerpo maltratado sin gracia ni belleza, explotado, despreciado y humillado; vida condenada, sin juicio ni defensa. 
Observa, ¿ves las lastimaduras en sus manos y en sus pies?  Son las marcas de los clavos sí, pero también son los callos de labranza que hay en tus manos persistentes tras el surco.  Mira, y si observas con atención alcanzarás a ver como el cuerpo de Cristo se dobla cargado por el peso del que sufre.  Tu peso.  Ese peso que agobia tu espalda en esta noche.  Esa carga bajo la cual sientes tu vida encadenada. 
Cuando hay silencio a tu alrededor, en el día o en la noche te sobresalta un grito bajado de una cruz. 
La primera vez que lo oíste, saliste y buscaste y encontraste a un hombre en la agonía de una crucifixión.
Y le dijiste… le dijiste: te bajaré.  Y trataste de arrancar los clavos de sus pies.  Pero él te dijo: déjalos, déjalos porque no puedo ser bajado hasta que todos los hombres, y todas las mujeres, y todos los niños vengan a bajarme. 
Pero dijiste… es que yo no puedo soportar tus lamentos.  ¿Qué puedo hacer?
Y él te dijo: vete por el mundo.  Vete por el mundo y dí a cuantos encuentres que todavía hay un hombre en la Cruz. 
¿Cómo?, preguntaste.  ¿Qué todavía hay un hombre en la Cruz?
Sí.  Hay un hombre en la Cruz.  Hay un hombre en la Cruz por la opresión del hombre por el hombre. 
Por la manipulación del hombre por otro hombre, por la explotación del hombre por el hombre.
Hay un hombre en la cruz porque hay un niño hinchado por el hambre.
Y porque hay otro niño fuera de la escuela.  Y porque una niña es violada.
Hay un hombre en la Cruz. 
Hay un hombre en la Cruz porque hay un alcohólico durmiendo debajo de un puente. 
Y porque hay un enfermo sin atención médica.
Y porque hay un poder atómico tan intenso que un solo hombre, con apretar un botón, puede destruir la humanidad completa.
Hay un hombre en la Cruz. 
Hay un hombre en la Cruz porque un negro es sacado de una iglesia de gente blanca.
Porque hay un hombre que teme a su libertad.
Porque hay otro hombre que no siente el dolor de su hermano.
Hay un hombre en la Cruz. 
Porque este mundo… este mundo lo hizo Dios y en tus manos lo dejó y sin embargo mueren la fe, la esperanza y el amor. 
Hay un hombre en la Cruz. 
Porque hay un cristiano ocupándose solamente de su salvación y dándole la espalda a su prójimo.
Hay un hombre en la Cruz, y habrá un hombre en la Cruz mientras exista una iglesia silenciosa ante el dolor y la opresión. 
Entonces… y entonces, ¿quién está clavado en la Cruz?  ¿Quién está clavado en una cruz?
Es un hombre… es una mujer… es mi amigo… es mi hermano… eres tú... es… es…
¡Es Dios mismo! 

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